Política nacional

¿Más cárceles?

Hugo Fernández Faingold

Se acaba de confirmar la intención del gobierno de construir nuevas cárceles para atender fenómenos de sobrepoblación y hacinamiento en las existentes. Estos no son nuevos y nos aquejan desde hace mucho tiempo. Lo cierto es que, salvo excepciones, las condiciones de reclusión hoy no son dignas, y pocas posibilidades tienen de cumplir las funciones para las que se imaginaron originalmente.

Se supone que enfrentar los delitos con privación de libertad tiene varios propósitos que son diferentes y van más allá de “castigar” a las personas por violar la ley. Sin ser especialista en el tema, como simple ciudadano, me parece que privar de libertad a los delincuentes debería cumplir varios propósitos. El primero y más inmediato, quizá, proteger a los ciudadanos de personas que han violado las normas de convivencia que definen las leyes, poniendo en riesgo tanto la vida, la seguridad y la integridad de las personas, como de su hogar y su propiedad.

La segunda función de los establecimientos de reclusión debería ser la preparación del privado de libertad, durante el período en que permanezca internado, para su reinserción en la sociedad sin reincidir en sus inconductas, dotándole de valores, conocimientos y destrezas que le permitan abrirse paso en la vida e integrarse a la sociedad. (Por algo la institución rectora de las cárceles lleva el nombre de Instituto Nacional de Rehabilitación).

Enseña la criminología que son varias y muy diferentes las causas por las cuales una persona viola la ley. Por razones obvias, estas se asocian a los recovecos de la cultura, la generalidad de la satisfacción de las necesidades básicas para la supervivencia, sumadas a las aspiraciones, deseos y necesidades de la vida cotidiana de los individuos de acuerdo a sistemas de valores en permanente cambio. Dejo ese análisis a quienes se dedican al tema de manera profesional.

Me atrevo, sí, a señalar que desde hace algún tiempo una mayoría importante de los delios en nuestra sociedad están vinculados de manera directa  o indirecta  al fenómeno de la droga. A la generalización de su consumo, al papel del microtráfico en la inserción laboral de los jóvenes, especialmente en zonas y entre grupos vulnerables, a la necesidad de obtener recursos para financiar el consumo y, en términos más generales, al lugar que el consumo de estupefacientes ocupa en la cultura contemporánea.

La cultura, en general les ha dado un lugar a las drogas en la vida cotidiana de mucha gente, asociándolas al ocio, a la superación de carencias y reveses afectivos, laborales y de consumo de bienes de diversa índole, y haciéndola parte de la pertenencia a grupos, colectividades y generaciones.

Muchos de los delitos más frecuentes de hoy se vinculan de alguna forma con el fenómeno de la droga. Traficar requiere recursos para hacerse del producto, su comercialización y distribución. Mantener una adicción cuesta plata. Menos para la pasta base y la marihuana y mucha para la cocaína, la heroína y para drogas sintéticas. El tema es que la requiere todos los días. La mayoría de los adictos que trabajan dedican una parte creciente de sus ingresos al consumo. Dependiendo de la naturaleza y gravedad de la adicción, con el tiempo su financiamiento va tomando prioridad frente a otros “renglones” del presupuesto. Y cuando este se agota, es frecuente ver, entre adictos severos, que se deshacen de patrimonio, propio y de la familia para financiar el consumo diario.

Todos tenemos anécdotas trágicas de adictos que desvalijan el hogar de sus mayores, o roban y venden las herramientas de trabajo de padres, hermanos e hijos para satisfacer su adicción. De gente cuyos progresivos incumplimientos producto de la adicción les hacen perder el trabajo, o de gente humilde, especialmente jóvenes, arruinados -o muertos- por la pasta base.

La cuestión es que mientras haya vida, y adicción, hay que encontrar la forma de conseguir dinero todos los días, por el medio que sea, para sostenerla.

Hace unas semanas se dio cuenta de la captura de un delincuente menor de 30 años con 29 antecedentes. Por supuesto, se trata de un adicto cuya necesidad lo hace reincidir con el arrebato de una cartera, o de un celular, el mismo día de su liberación, así como lo hizo ser parte de los diversos andariveles y mecanismos de tráfico y consumo dentro de la propia cárcel. Por cierto, todo parece indicar que salió de allí con todos los contactos y referencias necesarios para integrarse a organizaciones dedicadas al tráfico u otras formas de delito que le permitan alimentar su adicción.

El Uruguay considera que las drogas y las adicciones son un tema de salud. Podrá agregárseles adjetivos y juicios de todo calibre a las adicciones y a los adictos, pero lo cierto es que se trata de una enfermedad. Y los adictos son personas enfermas.

Es cierto que muchos adictos recurren al delito para mantener su adicción. Y cuando se les identifica, procesa y sentencia, terminan en la cárcel por los delitos cometidos. Se trata de delincuentes enfermos, cuya enfermedad es –en muchos casos—un factor determinante de la conducta delictiva. Pero apartarlos de la sociedad, y solo eso, no cura su enfermedad. Lo más probable es que mantener la enfermedad los lleve a reincidir, en un círculo vicioso de conductas y respuestas de privación de libertad que mantiene la inseguridad y, especialmente, la sensación social de inseguridad y la pérdida de confianza en la justicia.

Si bien mandar a la cárcel a los delincuentes cumple con la función de proteger a la sociedad durante el período de reclusión, poco parece hacerse para resolver la cuestión de salud vinculada a la adicción. Y es claro que si no se resuelve el tema de la adicción es muy alta la probabilidad de que el delincuente vuelva a delinquir una vez liberado. No es una presunción: es un dato de la realidad

Simplificando, si una persona delinque porque está enferma, parece importante que se trate la enfermedad que está alimentando las conductas delictivas. Ese tratamiento, sin embargo, difícilmente puede ser encarado por el sujeto en forma unilateral o en el contexto de una cárcel como las que tenemos. Si bien su voluntad es un elemento importante para su cura, la rehabilitación es un proceso que lleva tiempo y requiere la participación de personal especializado. Igual que en el caso de otras enfermedades complejas, las claves están dadas tanto por la voluntad como por el tratamiento especializado.

Desde esta perspectiva, es posible que los temas de sobrepoblación y hacinamiento no deban encararse por la vía de construir nuevas cárceles. Más bien, el país debería invertir sus escasos recursos en el armado de centros seguros de rehabilitación para adictos infractores. En especial para adictos jóvenes y para delincuentes primarios con adicciones, a discreción del juez. Enfocar las cosas de esta forma tendría varias consecuencias positivas. La primera, contribuir mediante la rehabilitación a superar las adicciones que provocaron el delito. La segunda, reducir las tasas de reincidencia. Finalmente, al derivar una parte de la población carcelaria a estos centros, se estaría reduciendo el número de privados de libertad en las cárceles comunes.

Vale la pena pensarlo.

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