Política nacional

La justicia que no llega no es justicia

Pablo Caffarelli

Hubo un tiempo en que se creyó que el cambio sería para mejor. Que modernizar la justicia penal era una deuda de la democracia, y que por fin el sistema se pondría al día con los tiempos. Se habló de agilidad, de transparencia, de devolverle a la víctima un lugar protagónico. Pero pasaron los años, y lo que prometía ser una evolución se convirtió en un sistema desbordado. Hoy, en Uruguay, la justicia penal funciona mal. Y lo peor es que parece que nos acostumbramos.

El nuevo Código del Proceso Penal —impulsado por el Frente Amplio y celebrado como gran avance institucional— nos dejó una Fiscalía colapsada, jueces que ya no investigan, y miles de víctimas sin respuesta. La idea era buena: un sistema acusatorio, oral, con más garantías. Pero si la forma nueva no resuelve lo que la anterior sí lograba, entonces no es progreso: es retroceso con nombre moderno.

Hoy, quien sufre una estafa, cobra un cheque sin fondos, o es víctima de hurtos o faltas penales como conducir sin casco o hacer “picadas”, descubre que su denuncia no se investiga. No porque no haya ley, sino porque hay un criterio administrativo que decide que esos casos “no son prioridad”. Como si lo económico, lo cotidiano, no doliera. Como si el sufrimiento viniera con escalas.

La víctima queda sola. El fiscal, saturado, puede demorar semanas en mirar la carpeta. Y si no avanza, la causa se archiva sin mayor explicación. No hay discusión real, ni posibilidad de insistir. El sistema no da segundas oportunidades a quien elige ignorar.

Mientras tanto, el proceso abreviado —pensado como excepción— se volvió norma. Más del 70 % de las causas terminan por acuerdos entre fiscalía y defensa, sin juicio, sin verdad debatida. Eso no es eficiencia: es una justicia de escritorio. Y en ese camino, el juez perdió su papel central. Ya no dirige el proceso: observa desde afuera. Concentrar tanto poder en un solo actor, sin contrapeso, es siempre peligroso. Tenemos el ejemplo de Jorge Díaz y su injerencia en las investigaciones.

Más preocupante aún es la resignación que se instaló. Nos convencieron de que es normal que una denuncia se archive. Que no vale la pena. Que debemos “entender” a fiscales sin recursos. Pero, ¿quién entiende a la víctima?

La legalidad pierde sentido cuando las normas no se cumplen. Las faltas penales existen, tienen sanciones previstas, y sin embargo no se aplican. ¿De qué sirve tener reglas si nadie las hace cumplir?

El modelo anglosajón fue trasplantado a una cultura jurídica latinoamericana sin adaptación real. Y el resultado es este: un proceso que no da respuestas, ajustes que no alcanzan y una ciudadanía que empieza a desconfiar. Porque la justicia no es solo castigar: es mostrar que lo que está mal tiene consecuencias. Si eso se pierde, lo que queda es desamparo.

Reformar es necesario. Pero no alcanza con remiendos -como hasta ahora-. Hay que recuperar el rol del juez, dar herramientas a las víctimas, y hacer que la ley valga en serio. Porque la justicia que no llega no es justicia. Es abandono.

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