Uruguay: el país de los diálogos que no dialogan
Pablo Caffarelli
Uno de los grandes problemas estructurales del Uruguay actual no está en la falta de diagnósticos, sino en algo mucho más sutil —y por eso más grave—: la incapacidad de escucharnos entre sectores. Cada profesión, cada oficio, cada colectivo productivo se encierra cada vez más en su propia burbuja de certezas, discute consigo mismo, se valida a sí mismo y mira con desconfianza —cuando no con desprecio— las miradas ajenas.
Los economistas construyen modelos que, cuando chocan con objeciones jurídicas, productivas o sociales, suelen ser desestimadas como “trabas” o “errores”. Desde el derecho se responde muchas veces con formalismos que desconocen la realidad económica. El sector productivo mira a ambos como teóricos alejados del barro. El sindicalismo habla para los suyos. La academia publica para la academia. Y así, todos convencidos de tener razón, el país avanza poco y mal.
El resultado es un diálogo de sordos sofisticado: mucho paper, mucha consigna, mucha conferencia… y poca síntesis real.
En este contexto, el reciente inicio de un “diálogo por una estrategia nacional de desarrollo”, impulsado desde el gobierno, suena bien. Productividad, competitividad, sostenibilidad, innovación, empleo de calidad. Todo correcto. Todo necesario. Todo, también, peligrosamente tibio si se queda en el plano declarativo.
Porque el problema del Uruguay no es la falta de mesas de diálogo. Es que esas mesas no dialogan de verdad.
Cuando el intercambio queda reducido a tres o cuatro actores “representativos”, cuando no hay cronogramas exigentes, cuando no se producen actas públicas con avances concretos, cuando no se fijan objetivos medibles ni responsables claros, el diálogo se transforma en una liturgia: sirve para la foto, para el titular y para patear decisiones incómodas hacia adelante.
Y lo que se necesita hoy es exactamente lo contrario.
Si el país quiere pensar en serio su desarrollo, necesita un diálogo profundo, incómodo y transversal entre los verdaderos núcleos de conocimiento y acción: colegios profesionales, cámaras empresariales, sindicatos, investigadores, científicos, técnicos, universidades, sector financiero, sector productivo real. No como invitados ocasionales, sino como parte de una arquitectura institucional estable, con reglas claras y funcionamiento permanente.
Un ámbito formal, con metodología, con intercambio real de visiones —incluso cuando chocan— y con la obligación de producir propuestas integrales. Propuestas que contemplen el impacto económico, jurídico, laboral, ambiental y territorial de cada decisión. Propuestas que no nazcan rengas desde el inicio.
Hoy muchas políticas públicas fracasan no porque la idea sea mala, sino porque fue pensada desde una sola disciplina. Y un país chico como el Uruguay no puede darse el lujo de diseñar políticas parciales para problemas complejos.
Hablar de productividad sin revisar marcos regulatorios es ingenuo. Hablar de competitividad sin discutir costos estructurales es demagogia. Hablar de sostenibilidad sin viabilidad económica es voluntarismo. Hablar de desarrollo sin escuchar a quienes producen, trabajan, regulan y ejecutan es, directamente, perder el tiempo.
El desafío no es menor: dejar de pensar el país en compartimentos estancos y empezar a pensarlo como un sistema. Eso exige humildad intelectual, algo que no abunda. Exige aceptar que el otro puede ver lo que uno no ve. Exige abandonar la comodidad del aplauso propio y animarse al debate serio.
Si este nuevo intento de estrategia nacional se limita a repetir diagnósticos conocidos y consensos superficiales, será una oportunidad más desperdiciada. Si, en cambio, se anima a construir un verdadero espacio de intercambio profesional, técnico y político, con rigor y exigencia, puede ser el primer paso para algo distinto.
El Uruguay del futuro no se va a forjar con diálogos amables entre convencidos. Se va a construir —o no— con discusiones profundas entre quienes piensan distinto, pero están dispuestos a escucharse.