La complicidad disfrazada de diplomacia.
Ricardo Acosta
En política, hay decisiones que definen con claridad qué lado de la historia se elige. No hay espacio para la ambigüedad cuando se trata de dictaduras, y Venezuela es un caso de manual. Nicolás Maduro no es un presidente, es un tirano que destruyó la democracia, sometió a su pueblo al hambre y la miseria, persiguió a la oposición y convirtió a su país en un territorio donde los derechos humanos no existen.
Uruguay, hasta hace poco, había mantenido una postura digna y crítica ante el régimen de Maduro. Pero el nuevo gobierno del Frente Amplio ha decidido romper con esa tradición y abrirle la puerta a la vergüenza. El Ministerio de Relaciones Exteriores anunció que deja de reconocer a Edmundo González Urrutia, el presidente interino respaldado por la oposición y la comunidad internacional. Esto significa, en términos simples, que Uruguay ha dejado de señalar al dictador para darle la espalda a quienes luchan por la libertad en Venezuela.
El presidente Yamandú Orsi ha dicho públicamente que considera a Maduro un dictador. Sin embargo, su Cancillería toma una decisión que se alinea con los sectores más complacientes con el chavismo. Este desdoblamiento no es casual. Orsi, a pesar de ser el presidente, no tiene el control absoluto de su gobierno. Hay compromisos ideológicos que debe cumplir, y el Frente Amplio es una estructura donde conviven desde socialdemócratas hasta quienes ven en la Venezuela de Maduro un modelo a seguir. No hay dudas de que la presión interna ha pesado más que la coherencia moral.
Pero este cambio de postura no es solo una cuestión de política interna. Tiene consecuencias diplomáticas reales. En un momento en el que Venezuela se prepara para unas elecciones amañadas, donde la oposición es perseguida y sus candidatos son inhabilitados, Uruguay envía un mensaje de indiferencia. Y en diplomacia, la indiferencia es complicidad.
Mientras países como Estados Unidos y la Unión Europea siguen denunciando los abusos del régimen, Uruguay opta por suavizar su posición, alineándose con gobiernos como el de Brasil y Colombia, que han adoptado una postura más blanda hacia Maduro. No es casualidad. La estrategia es clara: alejarse del aislamiento internacional que tenía el chavismo y tratarlo como un gobierno legítimo.
El problema es que Maduro no es un gobierno legítimo. Es un dictador que, a través del fraude, la represión y la manipulación del poder judicial, se mantiene en el poder. Decir lo contrario es una mentira. Y que Uruguay contribuya a blanquear esa mentira es una traición a los principios democráticos que siempre defendió.
Por eso, la oposición uruguaya no puede quedarse de brazos cruzados. No se trata solo de criticar en Twitter o hacer declaraciones aisladas. Debe haber una ofensiva política seria. Se debe exigir una comparecencia del canciller en el Parlamento para que explique esta decisión. Se debe alertar a la comunidad internacional de que Uruguay está cambiando su postura y normalizando a una dictadura. Se debe denunciar que este giro no responde a una estrategia de Estado, sino a presiones ideológicas dentro del Frente Amplio.
Porque si Uruguay empieza a ceder en sus principios, lo que hoy parece un matiz diplomático puede convertirse en un nuevo alineamiento político. Y la historia nos ha enseñado que la tibieza frente a las dictaduras solo las fortalece.
El Frente Amplio puede querer jugar a dos puntas, diciendo que Maduro es un dictador pero tratándolo como un presidente legítimo. Pero la realidad es que no se puede estar con Dios y con el diablo al mismo tiempo. O se está con la democracia o se es cómplice del autoritarismo.
Y hoy, Uruguay está eligiendo el peor camino.