Leyecitas adelantaditas
Guzmán A. Ifrán
“Seremos una pobre y oscura republiquita, pero tendremos leyecitas adelantaditas.” — José Batlle y Ordóñez. Esa frase, tan lúcida y tan vigente, resuena con fuerza en este octubre histórico para el Uruguay. Porque una vez más, nuestra república —pequeña en territorio, pero grande en espíritu— se adelantó al tiempo, aprobando la Ley de Muerte Digna, también conocida como Ley de Eutanasia. Lo hizo con la seriedad, la humanidad y la altura que caracterizan los grandes actos legislativos que honran la tradición liberal y republicana del país.
En una sesión cargada de emociones, el Senado uruguayo consagró el derecho de las personas a decidir el final de su vida cuando el dolor, la enfermedad o la pérdida de autonomía se tornan insoportables. No se trata de celebrar la muerte, sino de reivindicar la libertad, de reconocer que la dignidad no termina cuando el cuerpo se apaga, sino cuando se nos niega el derecho a decidir sobre él.
Uruguay se convirtió así en el primer país de América Latina en aprobar una ley de eutanasia por vía parlamentaria. Y eso, lejos de ser una extravagancia, es la más fiel expresión de nuestra identidad política y moral: la de una nación que se atreve a legislar desde la razón y la compasión, aunque eso implique incomodar a algunos dogmas.
Entre las voces que hicieron historia en este proceso, la del senador Ope Pasquet se destacó con fuerza y emoción. Su intervención fue mucho más que un discurso parlamentario: fue una pieza de convicción moral, un alegato de libertad y de respeto. Cuando pronunció las palabras “votemos la ley de muerte digna y estaremos haciendo honor a la mejor tradición liberal y humanitaria de la República Oriental del Uruguay”, su voz condensó más de un siglo de evolución ética y política. En su voto, en su lucha, en su coraje, se encarnó lo mejor del Batllismo contemporáneo: el humanismo, la libertad responsable, la defensa irrestricta del individuo frente al sufrimiento.
Porque si algo caracterizó al Batllismo en su origen fue precisamente eso: el impulso a legislar con la mirada puesta en el porvenir. José Batlle y Ordóñez no fue sólo un reformista político; fue un adelantado moral. Su legado se prolonga cada vez que Uruguay elige dar un paso valiente hacia los derechos humanos, hacia el reconocimiento de la autonomía personal, hacia la modernidad ética. Esta ley no contradice su espíritu: lo confirma.
La Ley de Eutanasia aprobada en octubre de 2025 no es una licencia para morir, sino una garantía para vivir con dignidad hasta el último momento. Establece criterios médicos, psicológicos y jurídicos rigurosos; prevé salvaguardas éticas y procedimientos formales; asegura la intervención de profesionales y la libertad de conciencia de quienes no deseen participar. Pero, por encima de todo, devuelve al ciudadano su derecho a decidir. Y eso es, en esencia, lo que distingue a las sociedades libres de las sociedades tuteladas.
Hay quienes temen que esta ley abra puertas peligrosas. Pero el verdadero peligro no está en permitir elegir, sino en obligar a sufrir. La compasión no es debilidad moral; es el más alto acto de humanidad. Proteger la vida no debe confundirse con imponerla más allá de toda esperanza. Cuando la medicina ya no cura y la vida se convierte en una larga agonía, prolongarla sin sentido no es cuidar: es abandonar.
Por eso, esta ley no es una derrota de la ética, sino su triunfo. No es el fin de la vida, sino el inicio de un tiempo en que la libertad llega también hasta el último aliento. Y así, entre las bancas del Senado, en medio de los debates y las lágrimas, el Uruguay volvió a ser fiel a sí mismo: pequeño, sí; pero moralmente gigante.
Como escribió Batlle y Ordóñez, “Seremos una pobre y oscura republiquita, pero tendremos leyecitas adelantaditas.” Y qué vigencia tiene hoy esa frase, más de un siglo después. Porque en este rincón del mundo —tan pequeño en el mapa, tan grande en humanidad— volvimos a honrar esa tradición que nos distingue: la de legislar con el corazón abierto y la razón encendida. Cada vez que una ley nace del coraje y de la compasión, Uruguay se agranda un poco más. Y cada vez que, como ahora, el Parlamento convierte el dolor en un acto de libertad, recordamos que el verdadero progreso no está en los rascacielos ni en la tecnología, sino en la capacidad de mirar al otro con empatía. Por eso, hoy más que nunca, podemos decir con orgullo que seguimos siendo esa republiquita que el propio Batlle soñó: pobre y pequeña quizá, pero con leyecitas adelantaditas que iluminan al continente.