La travesía del Nobel
Guzmán A. Ifrán
Hay ceremonias que se realizan en un salón, con protocolo, con música y con autoridades. Y hay ceremonias que, aun cuando ocurren en ese mismo salón, se celebran realmente en otro lugar: en la conciencia de los pueblos. La entrega del Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado, realizada en Oslo el 10 de diciembre, pertenece a esa segunda categoría. Porque lo esencial de esta historia no está en el oro de una medalla ni en la caligrafía de un diploma, sino en el contraste moral entre una dictadura que intenta asfixiar a su sociedad y una ciudadanía que ya no acepta vivir arrodillada.
El dato operativo —que el premio fuera recibido por su hija en su nombre— lejos de restarle trascendencia, la multiplica. No se trató de un capricho, ni de una ausencia cómoda: fue la consecuencia directa de un sistema de persecución y control que impone vetos, amenazas y restricciones a quienes se atreven a disputar el poder con ideas, votos y coraje. Machado, impedida de viajar por la maquinaria represiva del madurismo, llegó a Noruega después de la ceremonia, tras una travesía que, por su peligrosidad, exhibe el verdadero rostro del régimen que gobierna Caracas: uno que convierte el simple acto de trasladarse en una prueba de supervivencia.
Según reconstrucciones periodísticas internacionales, su salida de Venezuela implicó clandestinidad, disfraces, evasión de controles y un tramo marítimo especialmente riesgoso: una embarcación pequeña, mar hostil, horas de incertidumbre y un traslado posterior hacia el Caribe antes de continuar su ruta hacia Europa. En pleno siglo XXI, una dirigente política que debe escapar como si fuera una criminal para poder hablarle al mundo, no es un “drama personal”: es la radiografía de un Estado capturado por una minoría que teme a la voluntad popular.
Por eso, lo ocurrido en Oslo no fue solamente un reconocimiento a una dirigente opositora. Fue, ante todo, una interpelación a la comunidad internacional: ¿cómo se tolera que un país entero sea tratado como una hacienda política, donde el poder se conserva por la fuerza, la censura y la connivencia con redes delictivas? ¿Cómo se naturaliza que un gobierno convierta al exilio, la proscripción y el encarcelamiento en herramientas “normales” de administración?
En ese marco, el desempeño de su hija al recibir el Nobel —con serenidad, aplomo y un sentido de misión que desborda lo familiar— tuvo una fuerza simbólica innegable. No fue la escena de una heredera buscando protagonismo; fue la escena de una generación llamada a hacerse cargo, a sostener con dignidad el hilo de una causa que se pretende cortar a golpes. Recibir el premio en nombre de su madre fue, en los hechos, recibirlo en nombre de millones de venezolanos que no pueden hablar sin temor. Y fue, además, un mensaje nítido: la dictadura puede demorar un vuelo, puede obstaculizar un itinerario, pero no puede detener una convicción.
Cuando Machado apareció en Oslo horas después, tras meses en los que su vida estuvo marcada por el sigilo y la amenaza, la imagen terminó de cerrar el círculo moral de esta historia: quien representa la esperanza democrática debe ocultarse; quien representa la opresión gobierna con altavoces y uniformes. Esa inversión del sentido común es típica de las tiranías. Y es exactamente lo que el Nobel vino a denunciar, con el lenguaje sobrio pero inequívoco que suele tener el reconocimiento noruego.
La dictadura de Nicolás Maduro —que ya no puede presentarse con honestidad como “proyecto político”, sino como un régimen de preservación de poder— está sostenida por la coerción, la corrupción y el miedo. Y no hay eufemismo que valga: cuando un gobierno necesita proscribir, perseguir y clausurar elecciones limpias para perpetuarse, deja de ser gobierno y pasa a ser secuestro institucional. El venezolano común lo sabe. Lo vive. Lo sufre. Y, sin embargo, persiste en ese deseo ya inapagable de volver a una democracia plena: con alternancia real, con justicia independiente, con prensa libre y con respeto por la dignidad humana.
En ese camino, el apoyo internacional no es un lujo: es una responsabilidad. Y corresponde reconocer, con claridad, el rol positivo de los Estados Unidos de América cuando decide colocarse del lado de la libertad y de la presión efectiva contra los aparatos represivos. Las democracias no pueden limitarse a declaraciones prolijas mientras los pueblos son triturados por dictaduras que se financian, se blindan y se reproducen. Acompañar al pueblo venezolano implica acciones concretas: sanciones inteligentes contra los jerarcas, bloqueo de flujos ilícitos, cooperación regional, y respaldo político a quienes encarnan una transición legítima.
Habrá quienes pretendan relativizarlo todo en nombre de equilibrios geopolíticos, o quienes exijan una neutralidad que, en la práctica, favorece al opresor. Pero la historia es implacable: cuando una democracia mira para otro lado frente a una dictadura, la dictadura aprende que puede avanzar. La causa venezolana, por tanto, no es solo venezolana. Es una causa continental y, en última instancia, universal: la defensa de la libertad como condición mínima para la vida en sociedad.
Concluyentemente, el Nobel a María Corina Machado no es una postal; es una señal. Es el anuncio de que el régimen está más cerca de su final de lo que admite, porque ningún poder basado en el miedo resiste indefinidamente a una sociedad que perdió el temor. La caída de la dictadura no será un accidente: será el resultado de la perseverancia cívica y del acompañamiento decidido de quienes, dentro y fuera de Venezuela, entienden que la libertad no se negocia. Y cuando ese día llegue —porque llegará— el mundo recordará que en Oslo, incluso sin la presencia física de la laureada en el momento exacto, la democracia venezolana estuvo ahí: de pie, representada, intacta.