Política Internacional

En nombre de Bolívar

Guzmán A. Ifrán

En los últimos días, la tensión entre Estados Unidos y Venezuela alcanzó un punto decisivo, marcado por la revelación del diálogo entre Donald Trump y Nicolás Maduro, en el cual el presidente estadounidense advirtió que multiplicaría las acciones militares si el mandatario venezolano no abandona Caracas en el corto plazo. Esta advertencia, sumada al despliegue naval y aéreo sin precedentes frente a las costas venezolanas, confirma que la operación norteamericana dejó de ser mera retórica para transformarse en una estrategia de presión directa. Como he sostenido antes, y como escribí en mi artículo «La trampa de la autodeterminación» publicado en *Opinar* el 31 de agosto de 2025, el drama venezolano no puede entenderse sin reconocer que el régimen de Maduro ha vaciado de contenido la noción de autodeterminación, utilizando esa bandera como refugio discursivo para justificar la permanencia indefinida en el poder. Allí afirmé, con convicción política y filosófica, que «ningún pueblo puede autodeterminarse cuando vive bajo la amenaza de las metralletas, el exilio forzado de sus dirigentes o la proscripción de sus líderes más destacados». Esta frase, escrita meses atrás, cobra hoy una nueva dimensión ante el escenario militar que tiene lugar en el Caribe.


En aquel artículo sostuve también que en Venezuela no hubo autodeterminación alguna, sino «un fraude monumental». Señalé que Maduro había usurpado la voluntad de millones de ciudadanos que habían elegido a Edmundo González Urrutia como presidente legítimo, luego de que el régimen proscribiera previamente a la figura más relevante de la oposición, María Corina Machado, cuya estatura política y moral describí como subestimada por gran parte del mundo. Estos hechos, que documenté antes de la presente escalada militar, resultan claves para comprender por qué afirmo —hoy y entonces— que la narrativa de la autodeterminación, utilizada como escudo retórico por el régimen, constituye una trampa destinada a paralizar a la comunidad internacional.

Mi posición ha sido coherente y continua: defiendo la autodeterminación de los pueblos únicamente cuando esta se ejerce en un marco de libertad real, con voto limpio y transparente, sin persecuciones, proscripciones ni amenazas. Todo lo demás es un simulacro indigno de respeto por parte del mundo democrático. Y en ese mismo artículo afirmé algo que hoy vuelve a relevancia absoluta: que la intervención estadounidense en la región «representa para mí no una amenaza, sino una esperanza». No una esperanza abstracta, sino la posibilidad concreta de que la mayor potencia democrática del mundo esté dispuesta a asumir el costo de liberar a Venezuela de la tiranía que la aplasta desde hace años.

Como advertí entonces y reitero hoy, la soberanía no puede ser invocada como argumento para masacrar, manipular y someter a un pueblo entero. «La verdadera soberanía reside en los ciudadanos, no en un tirano», escribí en aquella oportunidad. Y cuando esos ciudadanos carecen de toda posibilidad real de expresarse, la comunidad internacional no solo tiene el derecho, sino la obligación moral —sí, moral— de actuar. Esta idea, expresada antes de la actual escalada militar norteamericana, anticipa conceptualmente lo que hoy presenciamos: una potencia que, por razones propias y ajenas, ha decidido que el tiempo de la contemplación ha terminado.

Los movimientos recientes de Estados Unidos, que incluyen la presencia de portaaviones, destructores, submarinos de ataque, marines y aviones de vigilancia, demuestran que la operación oficialmente presentada como lucha contra el narcotráfico posee un alcance que supera con creces ese marco. Resulta evidente que la retórica antinarco constituye un andamiaje discursivo que permitirá justificar —en caso de que ocurra— una intervención mayor orientada a presionar la salida del régimen. Pero la inteligencia estratégica de esta narrativa no invalida la gravedad del problema que busca enfrentar: un narcoestado represivo cuya existencia afecta la estabilidad regional.

En mi artículo previo señalé que prefería «mil veces los sinsabores y cicatrices de una intervención foránea con el objetivo de restaurar la democracia» antes que la certeza de continuidad de una «dictadura grotesca asesina y ominosa». Esa convicción permanece intacta. La historia ofrece momentos en los que la neutralidad es complicidad, y este es uno de ellos. El continente se encuentra ante un punto de inflexión, y la decisión de Washington —gustará más, gustará menos— ha abierto una puerta que durante años permaneció cerrada por el miedo al costo político.

En definitiva, lo que está en juego en Venezuela no es un conflicto bilateral, ni siquiera un diferendo ideológico. Es la defensa de un principio universal: la libertad de los pueblos. Y los que provenimos de tradiciones políticas internacionalistas, como el batllismo, sabemos que nuestros valores trascienden las fronteras nacionales. Nuestro compromiso con la democracia, la justicia y la dignidad humana no reconoce límites geográficos. Lo que está ocurriendo hoy en el Caribe, en nombre de la lucha contra el narcotráfico o en nombre de Bolívar, no es otra cosa que la pulseada decisiva entre la opresión y la libertad. Y ante esa pulseada, como escribí hace meses y reafirmo hoy, no hay espacio para la indiferencia.

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