La fractura moral de la izquierda uruguaya
Luis Marcelo Pérez
La venta de M24 y la expulsión de cuarenta trabajadores no es un simple negocio. Es el síntoma más evidente de la fractura moral que atraviesa a la izquierda uruguaya. Mientras se proclaman valores de justicia social y transparencia, las decisiones concretas revelan una cultura política que se acomoda al mercado y que calla cuando debería asumir responsabilidades. El cierre de la radio expone el desgaste ético de un proyecto que nació para defender a los más débiles y que hoy reproduce las mismas lógicas que decía combatir.
La venta de M24 y el despido de cuarenta trabajadores suceden en un escenario que revela más que un cambio de propietarios. Revela una grieta moral que atraviesa a la izquierda y que pone a prueba lo que decimos defender cuando hablamos de sensibilidad social. La política suele narrarse a sí misma con épica solidaria y discursos sobre justicia, pero la realidad la desnuda cuando llega el momento de actuar. Allí aparece la verdad incómoda que expone cómo los partidos administran sus vínculos con la sociedad y cómo reaccionan cuando los principios que dicen defender se enfrentan a los costos del mercado.
Los hechos son simples y duros. Una radio con vínculos históricos con un sector político cierra su ciclo y deja a cuarenta trabajadores sin empleo. Se invocan razones comerciales y se rememoran sacrificios personales del pasado que no alcanzan para sostener una ética que alguna vez definió un proyecto. Un sector que siempre habló de justicia social se refugia ahora en argumentos comerciales. Allí se revela una fractura profunda. La izquierda que nació para confrontar al poder económico hoy parece replicar las lógicas de ese mismo poder cuando le conviene.
El problema no es solo económico. El problema es político, pero, además, cultural-estructural. Desde hace años insistimos en que la comunicación es el territorio donde se disputa cultura, sentido y ciudadanía. Cuando un medio afín a un proyecto político cierra sus puertas sin autocrítica queda expuesta una cultura política habituada a la opacidad mientras proclama transparencia. Se intenta separar empresa de política como si esa ficción resistiera alguna evidencia. Si un sector administra un medio en el espectro público ingresa automáticamente en el terreno de lo colectivo. No hay neutralidad posible cuando se afecta la vida de cuarenta familias y se debilita un espacio de pluralidad democrática.
Los comunicadores de la radio lo dijeron con una claridad que la política no logró igualar. La radio pertenecía al sector que hoy quiere esconder la responsabilidad detrás de terceros. Se instalaron campañas digitales para suavizar la verdad. Se apeló a la victimización empresarial para no asumir el costo político. Frente a todo eso la fuerza política guardó un silencio que se siente como traición. Ese silencio no protege a nadie. Ese silencio es una renuncia a la ética y a la coherencia.
La incoherencia entre discurso y práctica es el núcleo del problema. La izquierda se llenó décadas de discursos contra la mercantilización de la vida y hoy pretende convencer al país de que el cierre de su propia radio es un simple asunto empresarial. No basta con afirmar que la programación se hacía con espacios contratados ni que la emisora estaba al servicio de todo el Frente Amplio. Ese relato perdió fuerza frente a la dureza del hecho. Cuarenta personas sin trabajo y un medio perdido por la incapacidad de pensar alternativas en un mundo donde la comunicación cambia con velocidad. Si la izquierda conoce esa realidad y aun así cierra un medio y despide trabajadores sin un debate profundo entonces reconoce implícitamente que su proyecto cultural ya no existe o dejó de ser prioritario.
La salida comercial es comprensible en abstracto porque las audiencias migran a plataformas digitales y la publicidad se concentra en conglomerados globales. Pero esa no es la discusión de fondo. La pregunta es qué hace la izquierda frente a esa realidad. Se resigna y reproduce la lógica que denuncia o intenta construir alternativas de comunicación democrática. Este episodio muestra un quiebre moral. La izquierda no puede ser un actor que exige ética cuando está en la oposición y practica la lógica empresarial cuando gestiona sus propios intereses. No puede denunciar la extranjerización de los medios cuando la cometen otros y guardar silencio cuando la realiza un actor que le es afín. No puede criticar la precarización laboral y al mismo tiempo justificar despidos con discursos comerciales. Ese doble estándar destruye la credibilidad y destruye la confianza de la ciudadanía.
La Asociación de la Prensa Uruguaya hizo lo que correspondía. Exigió una mesa tripartita con la empresa y la Dirección Nacional del Trabajo. Pero la política partidaria no acompañó con la claridad necesaria. La sensibilidad no se declama en entrevistas radiales. La sensibilidad se ejerce en los momentos difíciles. La verdad es que la izquierda necesita una revisión profunda. Necesita recuperar el vínculo entre ética y política. Necesita entender que la comunicación es músculo cultural y que sin comunidad no hay proyecto posible. Es una señal de alarma que revela que la izquierda perdió musculatura y dejó de comprender que la cultura es la base desde la que se construye ciudadanía.
Es urgente reabrir el debate sobre la cultura política que el Frente Amplio está construyendo. No se trata de condenar personas sino de asumir responsabilidades. La izquierda tiene el deber de actuar con coherencia porque durante décadas reclamó eso mismo a sus adversarios. La militancia no se alimenta de relatos. Se alimenta de actos. Y si los actos contradicen el discurso no hay épica capaz de sostener la confianza popular.
El cierre de M24 no es un trámite económico, es un espejo donde la izquierda debe mirarse y preguntarse en qué momento la supervivencia económica se volvió más importante que la identidad ética. Y nos recuerda que cuando se renuncia a la coherencia se renuncia también al derecho de representar al pueblo. La democracia necesita medios libres y necesita partidos capaces de sostener los valores que pregonan. Es hora de sincerar el debate. La izquierda debe elegir qué quiere ser en el siglo veintiuno. O un actor que reproduce las lógicas del mercado o una fuerza que se planta ante el poder y protege a los trabajadores incluso cuando eso implica costos. Ese es el desafío que queda planteado.