HistoriaPolítica nacional

Algo más que una batalla

Julio María Sanguinetti

Desde abril venimos celebrando bicentenarios y mes a mes se nos van cayendo, una a una, las fechas gloriosas del almanaque cívico. Estos días es Rincón. Siempre es preciso recordar que todo comenzó con Artigas y que de él deriva la base conceptual de la independencia rioplatense. No se puede explicar el federalismo argentino sin la Liga de los Pueblos Libres que, inspirándose en las instituciones norteamericanas, le insufló a sus seguidores, el santafesino Estanislao López, el entrerriano Francisco Ramírez y los orientales Rivera y Lavalleja. Tampoco el raigal republicanismo uruguayo, con las Instrucciones de 1813 como catecismo cívico.

Artigas fue militarmente derrotado. Era imposible que nuestras milicias pudieran en aquel momento con el poderoso ejército vencedor de Napoleón bajo el mando de Wellington, que llegaba con uno de sus jefes divisionarios al frente, el Brigadier General Federico Lecor. Fue un milagro resistir tres años. Artigas terminó aislado su vida política, aunque ese valor profético le erige realmente como el fundador de nuestra nacionalidad.

Cuando él se internó en el silencio paraguayo, sólo quedaba en nuestro suelo Fructuoso Rivera con sus 300 Dragones. Oribe y Bauzá se habían retirado a Buenos Aires en 1817 y los dos Lavalleja, Bernabé y Otorgués estaban presos en Río de Janeiro desde el año siguiente. Fructuoso había sido el “segundo” de Artigas desde que brilló en 1815 en Guayabos cuando -como dijera Luis Alberto de Herrera- sableó a Dorrego y a la “arrogancia” de Alvear. En una genialidad -que hasta hoy le discuten, como todo a Rivera- pactó un armisticio con el vencedor que le permitió mantener la fuerza oriental armada y liberar a los presos. Ahí se le incorpora, bajo su mando, el compadre Juan Antonio Lavalleja.

Cuando se declara la independencia de Brasil en 1822, se dividen portugueses y brasileños. Lavalleja y otros oficiales uruguayos al servicio de los lusitanos, como Oribe, que había retornado, intentan levantar a la provincia, con el apoyo del Cabildo montevideano. Fracasaron. No hubo el eco popular que, en cambio, alcanzará la gloriosa Cruzada de 1825. Los tiempos estaban maduros y aparecía Don Frutos, que en esos años había transformado su popularidad en un verdadero liderazgo nacional. Su rol protector y su presencia habían mantenido viva la esperanza. Esos tontos debates “internistas” (valga el anacronismo) sobre lo que ocurrió en el Monzón son hojarasca. Lo que importa es que Rivera quedó esta vez de segundo, al frente de la división mayor y hasta firmando órdenes como Inspector General de Armas.

El 25 de agosto se proclamará nuestra independencia en La Florida, aunque podía quedar en letra muerta si no lográbamos trasladarla a los hechos. No se contaba con el apoyo del gobierno de Buenos Aires, que expresamente lo rechazó. Y enfrente estaban los “imperiales” dominando todavía el país. Mena Barreto contaba con una bien armada fuerza de 700 hombres. Cerca suyo operaba otra análoga del Coronel Jardim y en Montevideo pernoctaba un ejército de 5.000 hombres.

En los primeros días de setiembre, Don Frutos es derrotado en El Águila, en Soriano, y muere el Mayor Mansilla. Se recuperó rápidamente y, como era su estilo, basado siempre en la astucia y la sorpresa, imaginó entonces un plan para dejar al enemigo sin caballos, que eran como hoy el combustible de los blindados. Ya lo había hecho en 1813 con Sarratea. Decimos su estilo, porque el de Lavalleja era distinto, guerrero innato, sableador valeroso, de ir al frente sin más.

En esa idea, Don Frutos marcha al Rincón de Haedo (o de las Gallinas), cruza el río en la noche, se esconde en el bañado y, en el amanecer del 24 de septiembre, explotando su conocimiento del terreno, sorprende a los brasileños y sale tropeando 8.000 caballos. En esas circunstancias, sin proponérselo, queda enfrentado con la fuerza enemiga que comandaban los coroneles Mena Barreto y Jardim, con el triple de soldados. No había escapatoria porque detrás tenía los dos ríos, el Uruguay y el Negro. Se lanza sorpresivamente sobre los lanceros que mandaba Jardim, a los que desbandan en una carga sable en mano. “Yo iba a la izquierda de mis Dragones -escribirá en su parte-, que formaban la derecha de mi línea y comandaba el bravo capitán Servando Gómez. El centro lo componía la milicia de Durazno que comandaba el benemérito coronel don Julián Laguna”. Se encaran luego con la fuerza de Mena Barreto, que muere en la lucha con 100 de los suyos.

El combate fue decisivo. Algo más que una batalla: el primer gran triunfo. El ejército oriental se pertrechó y quedó con la moral alta, mejor montado que el brasileño. Enterado Lecor de la sorpresiva derrota, despacha desde Montevideo a Bentos Manuel Riveiro para que se uniera a Bentos Gonçalvez antes de que Lavalleja se juntara con Rivera. Los orientales logran sumarse y en las orillas del arroyo Sarandí, el 12 de octubre, se trabó el combate, con Lavalleja al frente y Rivera, Oribe y Zufriategui en las tres alas, que arrasaron con los adversarios.

Está claro que sin Rincón no había Sarandí y sin Sarandí no había apoyo porteño para vencer en Ituzaingó y sin Rivera invadiendo las Misiones en Brasil difícilmente se hubiera dado, como se dio, la Convención Preliminar de Paz que reconoció nuestra independencia, abriendo el camino para instalar el primer gobierno patrio.

La historiografía clásica hacía de los próceres los supremos hacedores. Luego vino la marxista, para la que todo eran ineluctables dominios clasistas basados en la riqueza. Más tarde los franceses concibieron una historia social y cultural, luego conceptual y hasta cuantitativa. Todas son valiosas, pero hoy más que nunca es necesario rescatar el valor de ejemplaridad de nuestros caudillos fundacionales. Con sus luces y sus sombras, acuerdos y desacuerdos, nos dejaron un país y una República.

Nunca dejemos de admirarlos. Nos ofrecen la oportunidad de ser mejores.

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