Don Pepe les gana
Eduardo Irigoyen
En los últimos años ha crecido en Uruguay (y también en Argentina) una corriente de pensamiento que admira con fervor casi religioso a ciertos personajes: empresarios de alto vuelo, hipermillonarios del mundo tech, creadores de criptomonedas, gurús financieros que hablan en jerga de Wall Street y coaches motivacionales que, entre una frase de Paulo Coelho y una story con abdominales, te aseguran que podés ser rico si simplemente “dejás de pensar como pobre”. Esta devoción, cada vez más ruidosa en redes sociales, medios y cafés caros de Pocitos (o Palermo Soho), tiene su base ideológica en sectores conservadores y libertarios que han convertido la riqueza material en una medida casi ontológica del valor humano.
El fenómeno no es nuevo, pero ha mutado con los tiempos. Antes, el “hombre exitoso” era el dueño del campo, el ganadero que heredaba tierra, el hijo que heredaba la empresa o el estudio jurídico del padre.
Ahora es el «emprendedor tech» que te enseña a invertir en criptos desde su penthouse en Miami o Punta del Este. Lo importante no es lo que produce, sino cuánto factura y cuán lejos vive de la realidad cotidiana. La riqueza ostentosa no solo se admira: se presenta como evidencia moral de superioridad.
Basta con mirar TikTok, Instagram o ciertos canales de YouTube: jóvenes que repiten, con tono mesiánico, frases como “el Estado te quiere pobre”, “te quieren en la matrix”, “salí del rebaño”, “no necesitás la universidad para ser millonario”, “invertí en vos”, “trabajá mientras ellos duermen”. Sus ídolos son Elon Musk, Jeff Bezos, Jordan Belfort (el verdadero Lobo de Wall Street). En el fondo, todos dicen lo mismo: el éxito se logra solo, sin política, sin sindicatos, sin ayuda de nadie y sin mirar atrás.
Pero este discurso no es solo individualista; está cargado de un desprecio estructural hacia todo lo que no sea rentable o vendible. El Estado uruguayo, con su historia de batllismo, servicios públicos y cultura del consenso, es presentado como una máquina de impedir. Los políticos son “chorros”, “zánganos” o “burócratas que nunca crearon un puesto de trabajo”.
Los científicos del Instituto Pasteur, los artistas del Sodre y los profesores de secundaria que sostienen la educación pública son, según esta lógica, gastos innecesarios. ¿Para qué fomentar la cultura, si lo único que importa es “crear valor”?
En este paisaje ideológico, el trabajador manual —el que levanta paredes en Río Branco, cosecha naranjas en Salto o maneja un bondi en Rivera— es visto como un perdedor, alguien que “eligió mal” o “tuvo mala pata en la lotería genética”. La idea de clase desaparece para dar paso a un relato meritocrático extremo: si sos pobre, es culpa tuya. Si no tenés un Tesla, es porque no leíste los libros adecuados. Si alquilas, es porque “no invertiste en criptomonedas o en la Bolsa de Valores”. La desigualdad ya no es un problema social, sino una elección personal.
El coach motivacional es el nuevo sacerdote de esta religión. Promete ascenso económico a través de la fe en uno mismo, el ayuno intermitente, las cinco de la mañana y un curso de “libertad financiera”. A menudo ni siquiera ha logrado lo que predica, pero vende ilusiones. El coach uruguayo promedio es un expublicista reconvertido en gurú, que te habla de “mindset” mientras te cobra 300 dólares por Zoom y sube reels en un BMW alquilado en Punta Ballena. Su narrativa combina optimismo tóxico con un profundo rechazo a lo colectivo: sindicatos, gobiernos, vecinos que protestan, empleados que reclaman.
Este culto al éxito individual destruye el tejido social, deslegitima el conocimiento real —el que requiere años de estudio, debate y práctica— y desvaloriza todo lo que no produce rédito inmediato. Se invisibiliza a quienes sostienen la vida cotidiana: los enfermeros del Clínicas, las cocineras de la escuela rural, los obreros del puerto, los cuidadores de ancianos, los técnicos que hacen andar la UTE. En la narrativa libertariana-liberal conservadora, todos ellos son apenas números en una planilla, costos a reducir.
En Uruguay, país históricamente vinculado a la equidad y la educación pública, se ha colado esta ideología aspiracional. Vemos jóvenes (en su mayoría varones) que se creen libertarios sin haber leído a Hayek, gurises activos en redes que sueñan con ser “influencers financieros” con poco esfuerzo, y que critican a políticos y sindicalistas desde un semianalfabetismo ideológico, sin jamás haber pisado un sindicato o leído un libro de historia. Se ríen de la política, pero militan en redes con más fanatismo que un blanco juntador de votos en Cerro Largo. Aborrecen a los pobres, pero repiten discursos fabricados en think tanks de Washington. Les gusta hablar de libertad, pero su mundo termina donde empieza la empatía.
Frente a esta narrativa vacía, individualista y superficial, que idealiza la ostentación, el culto a la riqueza sin propósito colectivo y la meritocracia descontextualizada, el verdadero desafío que enfrentamos como sociedad —y en particular como uruguayos— es mucho más profundo y urgente: recuperar el valor de lo común. No lo común como mediocridad o uniformidad, sino como aquello que compartimos, lo que nos une y lo que construimos entre todos. Ese suelo ético y simbólico sobre el que se levantó el Uruguay moderno: el trabajo digno, el conocimiento crítico, el pensamiento racional, el arte como expresión del alma colectiva, la ciencia como motor del progreso y la educación como herramienta de emancipación.
El problema no es que alguien prospere. No se trata de demonizar al empresario exitoso ni al innovador tecnológico. Se trata, más bien, de preguntarnos qué tipo de prosperidad admiramos. ¿La que acumula sin distribuir? ¿La que exhibe sin pensar? ¿La que ignora a los demás como si no existieran? ¿O la que transforma, la que mejora la vida de muchos, que innova sin pisotear, que cultiva y no simplemente extrae?
Uruguay tiene una tradición de civilidad, de respeto al otro y de apego a las formas republicanas. Una cultura cívica que permitió la construcción de un país pequeño pero digno, sin extremos, sin delirios mesiánicos, sin rupturas sangrientas. Un país donde el maestro fue héroe y el artista, un guía; donde el médico rural, el científico en su laboratorio, el funcionario comprometido y el músico popular formaban parte de un mismo entramado moral y simbólico.
Frente al nuevo fetichismo del consumo y la fama exprés, necesitamos volver a apostar por la racionalidad y el diálogo, por la política como herramienta de transformación y por la república como forma de vida. Apostar por la ciencia, por la educación pública, por la cultura como derecho y refugio, no por nostalgia, sino por convicción. Porque no hay democracia posible sin ciudadanos formados, críticos y comprometidos.
La idolatría de los Lamborghinis y las criptomonedas, del cuerpo perfecto y del éxito instantáneo, no solo es banal: es peligrosa. Porque cuando solo se admira al que gana, se desprecia al que resiste. Y cuando solo se valora al que grita, se silencia al que piensa.
Uruguay, con sus modestias y sus logros silenciosos, debe defender una forma de vida basada en la igualdad, la sobriedad, el respeto, el pensamiento y la cooperación. Eso también es progreso. Eso también es futuro. Porque un país que olvida su alma termina convertido en mercado como un fin en sí mismo. Y los mercados no tienen memoria, ni justicia, ni poesía: solo transacciones. Y Uruguay no nació para ser eso.
Y es aquí donde se vuelve imprescindible dar batalla —con argumentos, con ideas, con datos y con historia— a esta embestida baguala, inhumana e insensible, que pretende reducir a Uruguay a un campo de entrenamiento para emprendedores sin empatía, donde el único objetivo sea “escalar” y dejar atrás a los demás. No se trata de volver al pasado con nostalgia ciega, sino de reivindicar con inteligencia y sentido histórico el viejo y querido Uruguay batllista, liberal, republicano y profundamente humanista. Ese país que, con sus virtudes y sus errores, se atrevió a imaginar un futuro en el que la dignidad no fuera un privilegio, sino un derecho.
Ese batllismo —el de ayer, el de hoy y el de mañana— no puede ni debe ser una copia rígida del que soñó don José Batlle y Ordóñez un siglo atrás. Pero su espíritu reformista, su vocación de justicia, su laicidad radical y su ética del bien común siguen siendo faros que nos guían en este siglo XXI turbulento, incierto, atravesado por dilemas nuevos y viejas amenazas.
Vivimos en un mundo donde la inteligencia artificial y la robótica modifican el empleo; donde las democracias liberales tambalean frente al populismo autoritario —de izquierda y de derecha—; donde el fanatismo religioso y anticientífico gana terreno en continentes que compiten con el poder occidental, como China e India; y donde la tensión entre el libre comercio y el proteccionismo vuelve a dividir al planeta en bloques.
Frente a este escenario, el desafío no es adaptarse sumisamente al cinismo de los nuevos dioses del mercado, ni resignarse al relato de que el mundo es una jungla y cada cual debe arreglárselas solo. El verdadero desafío es defender la idea de que otro Uruguay —más justo, más culto, más solidario— no solo es posible: ya existió, y puede volver a existir, sin copiarlo sino para tomarlo como referencia.
Pero no va a volver solo. No va a volver si miramos para el costado, si confundimos sarcasmo con pensamiento, si creemos que todo es una joda o una estafa. No va a volver si seguimos creyendo que la política no sirve, que la historia no importa, que el conocimiento es una pérdida de tiempo.
Hoy más que nunca, se necesita una generación que no confunda libertad con egoísmo, ni éxito con ostentación, ni pensar distinto con destruir todo lo que no entiende. En este mundo complejo, el batllismo no es un anacronismo: es una brújula. Porque no es una ideología cerrada, sino una filosofía de gobierno sensible, eficiente, reformista, “avancista”, evolucionista y profundamente vanguardista.
Una filosofía que entiende que el progreso no es solo acumulación de capital, sino ampliación de derechos, distribución equitativa de oportunidades, y defensa irrestricta de la libertad así como del conocimiento, la salud y la cultura como bienes estratégicos. Un batllismo que ha tomado nota —y debe seguir haciéndolo— de sus excesos burocráticos, de su tendencia al gigantismo estatal y a veces a la parálisis regulatoria. Sí: más apertura inteligente al capital privado, más eficiencia, más innovación pública. Pero sin renunciar jamás al principio de que el Estado no está para servir a los mercados, sino a la ciudadanía.
Como dijo Carlos Maggi: “en Uruguay todos somos batllistas”. Porque lo somos aunque no lo sepamos, porque aun los que lo niegan, se educaron en sus escuelas, se curaron en sus hospitales, caminaron en paz por sus calles. Porque hay una sensibilidad batllista que sobrevive incluso a sus críticos, que late en cada gesto de equidad, en cada reclamo por justicia, en cada resistencia a la barbarie del “sálvese quien pueda”.
Por eso, vayan sabiendo que hay batllismo para rato. No como reliquia, sino como semilla. No como museo, sino como plan.
Porque en tiempos donde se venera la codicia y se desprecia la solidaridad y la cooperación, el verdadero gesto revolucionario no es demoler el Estado, sino mejorarlo. No es burlarse de la política, sino dignificarla. No es hablar de libertad mientras se pisotea al otro, sino construir una comunidad donde todos podamos vivir con dignidad. Eso, en definitiva, es lo que está en juego.
Y eso, aún hoy, sigue llamándose batllismo. Ver menos