Lenguaje inclusivo
Daniel Manduré
Con la frase «soy anti inclusivo, radical en defensa propia» Arturo Pérez Reverte intentaba, en una de sus últimas apariciones referiéndose a este tema, sintetizar su pensamiento frente al aluvión de lo políticamente correcto que pretende llevarse puesto al lenguaje.
Los cambios que en ese sentido se produzcan se deben dar en forma natural, tomando lo que usual y mayoritariamente la propia sociedad va imponiendo. Pero nunca producto de decretos, por normas coercitivas sacadas por forceps e intentando complacer a minorías radicales.
Hace un tiempo un ex intendente montevideano dictaba una resolución que obligaba a sus funcionarios a la utilización de esa forma de comunicación en el relacionamiento oficial, con cursos a sus funcionarios en ese sentido.
Hace unos días, como en otros organismos, la Ute y a iniciativa del comité de equidad y género procuró algo similar. Idea que no prosperó por el voto en contra de los integrantes de su directorio, salvo la representante del Frente Amplio, que consideró esta medida como un retroceso.
Es importante destacar que el organismo, ya que el tema de fondo es la igualdad y la discriminación, es liderado y conducido por una mujer como presidente.
Desde hace miles de años, incluso a través de registros fósiles, nos va mostrando la evolución del lenguaje.
Son múltiples los motivos que inciden en su evolución y que responden a factores socioculturales, políticos, históricos y hasta geográficos, con modismos y usos concretos de acuerdo incluso a regiones dentro de un mismo país.
Siempre de acuerdo a los requerimientos de la época, el lenguaje que no es algo inmóvil o estático se va modificando, pero buscando siempre mantener formas eficaces, prácticas, claras, concretas y también de buen gusto. Que se adapte a los nuevos tiempos y que nos brinde la mayor cantidad de información pero de forma económica.
Algunos señalaban como ejemplo el nacimiento de la pronunciación de la «z» en el español de Castilla debido a que los cortesanos imitaban el «ceceo» de un joven rey. Lo imitaban tanto y en forma tan generalizada que terminó por imponerse. Así, en forma natural y sin imposiciones ni decretazos. Esas sociedades que van cambiando a ritmo vertiginoso y un lenguaje que debe ir acompasando esos cambios y adaptándose a ellos.
Crece en el mundo y me parece muy bien que así sea, la lucha de la mujer por justas reivindicaciones, por estar en pie de igualdad y contra la discriminación.
Mucho se ha hecho y otro tanto queda por hacer.
Como batllista puedo decir con orgullo que varias de las primeras medidas en ese sentido fueron de cuño batllista, con la ley 10783 de 1946 y los derechos civiles de la mujer, su incersión al sistema educativo superior, la ley de divorcio por voluntad de la mujer, el derecho al voto entre otras. Algunas medidas votadas hace unos años vinculadas a la interrupción voluntaria del embarazo y el matrimonio igualitario, aunque leyes discutidas, también contribuyeron a contemplar una realidad inocultable.
Aún queda mucho por hacer, cuando hay todavía en el mundo mujeres víctimas del más cruel sometimiento y maltrato, muchas veces en nombre de los más irracionales fundamentalismos.
Como también queda mucho por hacer en otros sectores indefensos de la sociedad, como la infancia o el adulto mayor que se encuentran en un plano de desigualdad social y enfrentados a injusticias que no deberían existir.
Pero nada de eso pasa por el lenguaje, por distorsionarlo hasta llegar al borde mismo del ridículo.
El problema comienza cuando esa lucha por la igualdad, da un giro no deseado, cuando un grupo minoritario nos intenta llevar casi de las narices hacia lugares que no queremos ir. Esas posturas radicales, extremistas que terminan atentando como un boomerang contra la causa a la que se dice defender.
«De pesado», obligando y presionando pretenden imponer un lenguaje inclusivo que más que igualar, divide y que diciendo empuñar las banderas del progreso, retoceden.
La búsqueda de la igualdad nada tiene que ver con el lenguaje, con su buen uso.
Salvo que existan otros intereses de fondo, como los ideológicos.
A veces, parecen querer imponer la policía del lenguaje, algo verdaderamente apocalítico, casi que salido de una de las obras de George Orwell «1984», donde la imposición pasa a ser ley.
Movidos por la corrección política parecen ir por el lenguaje, en algunos casos con un gran desprecio hacia el buen gusto y poco valor por el amor a las palabras.
El lenguaje no se debería ideologizar movidas por minorías radicales.
Aceptar la diversidad, respetarlas y trabajar por un mundo más justo no pasa por destrozar el lenguaje.
Los femicidios, las desigualdades laborales o salariales que aún puedan existir, la lucha por acceder a cargos directivos en las diferentes organizaciones nada tienen que ver con el uso del lenguaje.
Una sociedad donde identidades diversas puedan vivir en armonía con respeto y en pie de igualdad.
Esa lucha no debería pasar por pretender aniquilar el lenguaje.