Política nacional

Peruanismo con Botas

Ricardo Acosta

Mucho antes del 27 de junio, ya se había entregado el mando. Con comunicados que algunos aplaudieron y otros prefirieron no leer del todo. El golpe no fue solo militar: fue político, fue civil… y también fue ideológico. Este artículo cuenta la parte que muchos prefieren callar. Especialmente, quienes vieron en los cuarteles una esperanza de revolución. Este 27 de junio vuelve a aparecer en los calendarios y en los discursos como “el día del golpe de Estado” en Uruguay. Como si fuera una fecha suelta, un punto de quiebre abrupto, repentino, sin antes ni después. Pero la historia, cuando se cuenta con memoria completa y sin hipocresías, nos obliga a decirlo con claridad: el golpe no fue el 27. El golpe fue en febrero. El 27 solo se firmó lo que ya estaba consumado.

Quien lo entendió antes que nadie fue Julio María Sanguinetti. Pero no en su rol posterior como presidente o historiador, sino como testigo directo. Y lo expresó claramente Hugo Alfaro en su célebre entrevista a Enrique Tarigo publicada en Febrero Amargo. En ese mes se cerraron todas las puertas. Se entregó el poder político. Se abrazó el mando militar con naturalidad. Y, sobre todo, se cometió el mayor error de todos: se creyó que los comunicados 4 y 7 abrían la puerta a una revolución desde los cuarteles.

Los comunicados N.º 4 y N.º 7 no fueron comunicados. Fueron proclamas fundacionales.

Fueron la voz de las Fuerzas Armadas declarando que ya no respondían al poder civil.

Fueron el anuncio de que iban a intervenir en la vida política, económica y social del país.

Fueron, en otras palabras, el acta de nacimiento del autoritarismo con uniforme.

Y mientras los sectores democráticos veían con alarma ese tono marcial disfrazado de reformismo, hubo un actor político que celebró la aparición de los militares como si fueran heraldos de un nuevo amanecer: el Partido Comunista del Uruguay.

Sí, el PCU. Que en lugar de advertir el peligro, leyó esos comunicados como señales de un “proceso popular” al estilo de Juan Velasco Alvarado en Perú. Un peruanismo con botas.

No fue ingenuidad. Fue convicción. Hubo dirigentes que creyeron que las Fuerzas Armadas iban a enfrentar a la oligarquía, barrer con la corrupción, y abrirle paso al pueblo trabajador.

Ese entusiasmo inicial quedó registrado, escrito, archivado.

Y mientras tanto, el Poder Ejecutivo se alineaba con ese juego. Juan María Bordaberry, desde la presidencia, aceptaba las condiciones impuestas. Los civiles entregaban el mando sin dar la pelea. Y los militares se preparaban, ya sin obstáculos, para cerrar la democracia cuando fuera conveniente.

El 27 de junio de 1973 no fue entonces más que la firma oficial de una decisión que ya estaba tomada. Ese día se disolvió el Parlamento, se instauró el Consejo de Estado y comenzó la represión abierta. Pero lo que ocurrió ese día ya había sido permitido, alentado y justificado meses antes.

En ese clima, nadie puede pararse hoy a hablar con autoridad moral si no reconoce su parte.

El Partido Comunista tuvo responsabilidad política al avalar el camino que luego se convirtió en dictadura.

El Partido Colorado fue corresponsable al mantenerse en el gobierno mientras se desmantelaban las instituciones.

El sistema político en general —salvo excepciones— miró para otro lado o jugó al poder cuando el país pedía coraje.

Y ni hablar de los sectores empresariales, medios de comunicación, parte del sindicalismo e intelectuales que eligieron el silencio por comodidad o conveniencia.

No fueron solo las armas. Fue el miedo. Fue la ambición. Fue la omisión. Fue la complicidad.

El periodista Alfonso Lessa lo cuenta con crudeza en El pecado original, su libro más valiente. Porque hay un pecado que no se borra con comunicados conmemorativos ni con placas en redes sociales: haber creído que el autoritarismo era aceptable si venía con promesas de justicia social.

Hoy, 52 años después, no se trata de elegir un bando. Se trata de decir las cosas como fueron.

De poner las fechas en su lugar. De llamar golpe a lo que empezó en febrero. Y de llamar cómplices a los que, en lugar de oponerse, lo alentaron.

Porque no fue solo un día.

Fue un proceso.

Y si no aprendemos a reconocerlo, puede volver a disfrazarse con nuevas formas.

Hoy no se trata de elegir un bando.

Se trata de no olvidar que cuando la democracia se apaga, no hay excusas que valgan

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