156 AÑOS DE LA MUERTE DE BERRO Y FLORES
Por Adrián Báez –
Estimados lectores. Se cumplen 156 años de lo que al decir de Carlos Real de Azúa, se dio a conocer como “El día de los cuchillos largos”.
En una calurosa tarde del 19 de febrero de 1868, Montevideo se vio sacudida por dos acontecimientos –que si bien eran en silencio esperados-, nadie creía posible que fuera a suceder en realidad: los brutales asesinatos de los máximos exponentes de la política de ese tiempo, Bernardo Prudencio Berro y Venancio Flores.
El tórrido verano de 1868, entró azotando a la capital del país con una terrible epidemia de fiebre amarilla, que mató a más de 2.000 personas; y con la noticia de que Venancio Flores abandonaría el poder el 15 de febrero, ante la negativa de varios de sus adherentes, entre ellos dos de sus hijos, quienes, luego de levantarse contra su propio padre para que éste permaneciera al frente del gobierno, les valió el destierro.
Antes de bajar al llano, Flores dio garantías a Berro –quien ya era identificado como el promotor de una conspiración para volver al poder-, de que nadie atentaría contra su persona. “Curiosa relación la de estos dos hombres”, dice Maiztegui Casas, “ferozmente enfrentados, que se mostraron siempre un respeto personal muy parecido al afecto”.
El día 19 a las dos de la tarde, Berro inició su aventura revolucionaria. El plan preveía un ataque simultáneo a seis objetivos: el Fuerte (Casa de Gobierno); el Cuartel de Dragones; la Fortaleza de San José y comisarías importantes (Manga, Carrasco); mientras tanto, los caudillos Timoteo Aparicio y Baztarrica esperaban a las puertas de Montevideo para entrar en acción.
Al sonar la segunda campanada de la Catedral estalló la revuelta. A poco de comenzar, el intento se vio hundido en el naufragio.
De inmediato se comunicó los acontecimientos a Flores (quien ya no detentaba el poder, estando éste a cargo de Pedro Varela).
Cuando el expresidente Berro vio que lo planeado no resultó de la forma estipulada, y que quienes se acercaban no eran sus aliados sino tropas enemigas, salió a pie, armado con una pistola y una pequeña lanza, rumbo al puerto, con miras de refugiarse en un barco extranjero.
“Curiosa relación la de estos dos hombres”, dice Maiztegui Casas, “ferozmente enfrentados, que se mostraron siempre un respeto personal muy parecido al afecto”.
Al fallar el contacto que debía trasladarlo hasta allí, enfiló por calle Cámaras (hoy Juan Carlos Gómez) hacia el norte y procuró amparo en casa de un pariente, pero la puerta permaneció cerrada.
Dejó sus armas, probablemente, allí, y continuó su marcha hasta calle Buenos Aires. Tomó por Reconquista y, al cruzar una esquina, vio que el comisario Leonardo Mayobre y un policía aguardaban a alguien. Se tocó el sombrero en señal de saludo y continuó; los aludidos respondieron brevemente; no lo habían reconocido. Un poco más adelante se cruzó con Carrillo, un fabricante de cigarros de filiación colorada, y lo ignoró, temiendo lo peor. En efecto, Carrillo que bien lo conocía, apresuró el paso y vio que el comandante Manuel Lasota corría por la acera de enfrente; aquél cruzó la calle y le dijo: “Berro acaba de dar vuelta la esquina “. Lasota corrió hacia Mayobre y le comunicó: “Ese que pasó es Berro”. Siguió una carrera, una poderosa voz de alto, y el fugitivo, sin huida posible, se entregó. Eran las cinco y media de la tarde.
Mientras tanto, Venancio Flores, al corriente de la sublevación, preparó su carruaje y salió de su casa hacia el Cabildo. Con él viajaban su secretario personal, Amadeo Errecart, y dos empresarios que circunstancialmente estaban con él, Antonio Márquez y Alberto Flangini. Entraron desde Florida con dirección a Rincón, sólo para caer en una trampa mortal. En el cruce de Ciudadela y Rincón se había volcado una carreta y el paso estaba interrumpido; cuando el carruaje se detuvo, un grupo de enmascarados comenzó a disparar a mansalva contra sus ocupantes y mató al conductor. Los viajeros abandonaron a toda prisa el vehículo y huyeron, pero Flores, aturdido por un golpe, no pudo salir y fue acribillado a balazos a través de la ventanilla. En un último esfuerzo logró bajarse, ya malherido, intentando una fuga imposible; cayó de rodillas sobre la acera y fue ultimado a puñaladas. En ese preciso momento, pasaba casualmente por el lugar el padre Soubervielle, quien le dio la extremaunción.
¡Mataron a Venancio Flores!, fue el grito que se extendió por toda la ciudad. Cuando quienes conducían a Berro llegaron al Cabildo, comenzaron los insultos y los intentos de agresión. Una carta de Carlos Bustamante, colorado, sobrino de la esposa de don Bernardo, quien fue testigo presencial de los hechos, narra estremecedoramente el momento de la llegada del ex presidente al Cabildo, aún entero, tocado con sombrero de copa, y cuenta que mientras él trataba de protegerlo de quienes querían agredirlo, junto a Julio Herrera y Obes, José Cándido Bustamante, José Ellauri y Obes y otros, Eduardo Flores le dio una estocada por debajo de su brazo. El historiador Jorge López Guitar, atribuye a Eduardo Flores la frase “perdone, padrino”.
La herida fue superficial. Berro se quitó el sombrero, entró al Cabildo y se encaró con Pedro Varela, Presidente interino de la República. “¿Qué ha hecho don Bernardo?”, le preguntó con severidad. “Qué ha hecho con el general Flores?” Extrañado por la indagatoria, el prisionero respondió: “Es cierto que yo me lancé a la revolución para conquistar los derechos de mi partido, pero la vida de Flores está tan garantida como la mía”. Por toda respuesta, Pedro Varela levantó la bandera que cubría un bulto y dejó ver el cadáver ensangrentado del general. Berro, pálido como la muerte, alcanzó a musitar: “Yo no tengo nada que ver con esto”. De inmediato lo empujaron brutalmente hacia un calabozo. Allí el ex presidente fue objeto de infinitas vejaciones y crueldades hasta que, según la citada carta de Carlos Bustamante, un tal Machín le pegó un tiro en la cabeza. Carlos Real de Azúa, citando a un testigo (Huertas), afirma que “lo apuñalaron tan salvajemente que los billetes de banco que llevaba encima quedaron totalmente inutilizados”.
Al caer la tarde, dos cadáveres eran sacados del Cabildo, sin ataúd, y arrojados en el carro fúnebre del hospital: eran los de Bernardo P. Berro y Avelino Barbot, viejo amigo de su compañero de infortunio, que se había negado a secundar su aventura, aunque por su afiliación blanca fue considerado sospechoso y llevado al Cabildo y asesinado a sangre fría. La puerta del carruaje quedó abierta y por ella podía verse, colgando hacia fuera, la cabeza y un brazo del ex presidente. Según relato de Federico Brito del Pino, yerno de Berro, el carro llegó al Cementerio Central, y el conductor, tiró los cadáveres al suelo frente a Eloy García, inspector de cementerios y amigo de la familia Berro, con la orden de que los enterrase en una fosa común excavada para inhumar a las víctimas de la fiebre amarilla. García, cumplió la orden, empero, señaló el lugar de tal manera que fuera identificable, lo que permitió, diez años más tarde, exhumar el cuerpo –o uno que se le parecía- y trasladarlo al panteón familiar.
El gobierno ordenó enviar un mensaje a los jefes políticos del interior con el siguiente texto, que se haría legendario: “Mataron a nuestro querido general Venancio Flores. Reúna a su gente y véngase”. Pero el texto fue alterado y circuló así: “Reúna a su gente y vénguese”. La matanza se extendió por todo el país, con saña salvaje. El número de muertos, no puede calcularse ni aproximadamente, pero seguramente superó los miles. Los fusilados oficialmente alcanzaron los 500.
¿Quiénes mataron a Venancio Flores? La viuda del general colorado se negó pugnazmente a aceptar la versión oficial y acusó directamente al general Gregorio Suárez de haber sido el responsable intelectual del asesinato de su esposo. En un prostíbulo de la calle del Yerbal fue detenido un hombre de apellido Zuleta, que presumía en copas de haber matado a Flores y vestía, según testigos, la misma ropa que uno de los asesinos, además de ser de filiación colorada y ser afecto al sector conservador de Suárez.
Flores –o lo que quedaba de él según la versión no confirmada de que lo que se embalsamó fue solamente su cabeza-, fue enterrado con toda pompa y suma de honores y una lápida situada en la Iglesia Matriz. El cadáver de Berro, en cambio, tal vez descansa en el panteón familiar del Cementerio Central, pero no hay certeza al respecto.
En las calles de los barrios populares de Montevideo, se mantuvo largamente la tradición de que Berro no había sido responsable de la muerte de Flores. Las lavanderas negras, en las tardes de los veranos subsiguientes, solían cantar, mientras frotaban la ropa, esta estrofa muy explícita: “Dicen que fueron los blancos los que mataron a Flores. Confiésenlo, sean francos, fueron los conservadores”.
Un hecho histórico más, que quedará en la discordia de las pasiones políticas del Uruguay.