El día que la justicia le ganó al poder
Ricardo Acosta
Por primera vez, una expresidenta argentina es condenada por corrupción. Pero esto es más que una sentencia: es el derrumbe de un mito, la caída de una red de impunidad, y la victoria de millones que dejaron de creer en la verdad.
Desde Uruguay, lo que pasó esta semana en Argentina se siente como una bocanada de aire fresco en medio de un continente que hace tiempo dejó de creer en la justicia. Cristina Fernández de Kirchner fue condenada a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos. Y esta vez, no hay apelaciones posibles. El fallo es firme.
Definitivo.
Histórico.
Es difícil dimensionar la magnitud de lo que ocurrió. Por años, Cristina fue intocable. Una figura política casi mitológica. Admirada por algunos, temida por otros. Blindada por un relato construido con maestría: el de la abanderada de los humildes, la perseguida por el poder económico, la mujer fuerte que enfrentaba a los medios, a la derecha, al FMI, a todos. Pero detrás de ese relato, lo que había era otra cosa. Había un sistema. Un método. Una maquinaria de corrupción aceitada desde las entrañas mismas del Estado.
Durante más de una década, mientras millones de argentinos veían cómo sus salarios se licuaban, cómo sus hijos se iban del país, cómo la pobreza se instalaba en los barrios y la inflación los ahogaba, un grupo reducido construía su fortuna personal usando la obra pública como excusa. No fue un descuido. Fue un plan. Empresas amigas que ganaban licitaciones a dedo. Obras cobradas y nunca terminadas. Rutas fantasmas. Estancias compradas. Hoteles, autos de lujo, bóvedas. Una red de desvíos, lavado y blindaje político. Un entramado de impunidad construido desde arriba hacia abajo, con nombres, firmas y documentos.
Esa maquinaria fue liderada por Cristina Fernández. No es una opinión. Es una condena judicial. Con pruebas. Con montos millonarios. Con contratos, peritajes, declaraciones y vínculos directos. No hay margen para el discurso. No hay espacio para la victimización. Ya no se puede hablar de persecución política, porque la única perseguida fue la verdad.
Lo más impresionante no es solo lo que se robaron, sino el tiempo que duró esa impunidad. Durante años se negaron los hechos, se descalificó a los fiscales, se tildó de enemigos a los jueces, se tejieron historias para tapar una sola realidad: se robaron la Argentina. La convirtieron en un negocio personal, en un instrumento de acumulación de poder, en una fábrica de pobreza ajena y riqueza propia.
Y cuando muchos ya pensaban que la justicia no iba a llegar, llegó. Cuando millones de argentinos habían perdido toda fe en las instituciones, este fallo devolvió algo que parecía perdido: la certeza de que el poder no siempre gana. Que el robar no puede ser eterno. Que algún día, por más que duela, las máscaras se caen.
Cristina Fernández no es la única responsable, pero es la cara visible de un modelo de poder que se creyó intocable. Su condena no borra el daño hecho, ni devuelve el dinero robado, pero deja un mensaje imborrable: la impunidad no es para siempre. Y aunque se haya demorado demasiado, la verdad, cuando llega, sigue siendo poderosa.
Desde este lado del río, no hay que mirar lo que pasa en Argentina con distancia. Hay que mirarlo con atención. Porque cuando la justicia actúa sin dejarse presionar, cuando se le pone límite al abuso del poder, cuando se condena lo que durante años se protegió desde la política, algo cambia. Se recupera la fe. Se eleva la vara. Se empieza a escribir una historia diferente.
Cristina, que construyó su mito desde la idea de ser eterna, termina ahora con el peso de una condena que quedará en la historia como un símbolo: el día en que la justicia, al fin, le ganó al poder.