Política nacional

La inseguridad: la bomba de tiempo que el Frente Amplio no sabe desactivar

Pablo Caffarelli

Hubo promesas. Hubo discursos. Y hubo, cómo no, una luna de miel con buena prensa. Pero ya pasaron varios meses desde que el Frente Amplio volvió al poder, y el tema más angustiante para la mayoría de los uruguayos —la inseguridad— no solo no ha mejorado, sino que se ha agravado. Mientras tanto, el gobierno parece flotar en una retórica liviana, como si bastara con nombrar el problema para solucionarlo. Hay algo profundamente inquietante en esa mezcla de quietud y solemnidad. Es como si la administración hubiera decidido mirar la tormenta desde la ventana, convencida de que el solo hecho de observarla bastará para que pase.

Los datos no son una opinión. Uruguay cerró 2023 con una tasa de homicidios de 11,2 por cada 100.000 habitantes, con Montevideo concentrando el 55 % de los casos. Pero los homicidios no son una categoría aislada: hay una escalada sostenida de violencia, robos violentos, ajustes de cuentas, tiroteos entre bandas. El crimen organizado ya no es un espectro lejano. Tiene nombres, territorios, jerarquías, códigos propios y zonas de control. Se ha vuelto parte del paisaje. Y frente a eso, ¿qué hace el gobierno? Informa. Diagnostica. Reflexiona. Pero no gobierna.

El propio ministro del Interior lo admitió en sede parlamentaria: “El panorama es más sombrío de lo que imaginábamos”. ¿Más sombrío que qué? ¿No era este el mismo Frente Amplio que denunciaba una catástrofe en materia de seguridad durante el gobierno anterior? ¿Ahora resulta que la realidad superó incluso su propio pesimismo? Lo que preocupa no es que reconozcan la gravedad del problema; lo alarmante es que no hagan nada que demuestre voluntad real de revertirlo. Lo único que se acumula, más rápido que los delitos, son las promesas abstractas.

Yamandú Orsi prometió 2.000 nuevos policías y 20.000 cámaras de videovigilancia. Hasta ahora, ni uno ni lo otro. Tampoco se conoce un plan territorial serio, ni una política penitenciaria coherente, ni un mensaje firme al cuerpo policial. El gobierno ha optado por el silencio operativo, por una especie de parálisis elegante, por una forma de gobernar sin asumir el costo de mandar. Porque eso es lo que está en juego: el precio de ejercer autoridad. Hablar de seguridad es fácil; ejercerla, no tanto.

Días atrás, un edil oficialista, Sanjurjo, fue escandalosamente honesto: “Estamos poniendo lo partidario por encima de la seguridad”. Y uno no puede evitar pensar que esa frase, más que una denuncia interna, es una confesión pública. ¿Qué lógica política puede justificar dejar a la gente a la intemperie del miedo mientras los técnicos se siguen reuniendo para analizar el próximo informe?

La realidad es más clara que las estadísticas. Hay barrios donde los vecinos se encierran antes del anochecer. Hay comerciantes que abren con miedo y cierran con resignación, obligados a veces a defenderse a cuerpo limpio de atracos que ponen en riesgo su vida y su sustento. Hay policías que patrullan con chalecos vencidos. Hay fiscales que reciben amenazas. Hay una sensación generalizada —no de caos, sino de abandono— que va filtrando el ánimo colectivo como una humedad silenciosa que se cuela en todas las casas.

Si no desactivan la bomba, no será por falta de diagnóstico. Será por falta de coraje y por un infantil freno ideológico que les impide ejercer la autoridad.

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