Política nacional

La hoguera de las vanidades

Ricardo Acosta

En la hoguera del poder, los ideales son siempre los primeros en arder. Vi la película, no leí el libro.

Pero con eso alcanzó para entender lo esencial: el fuego del poder, cuando se mezcla con la vanidad, no calienta… devora. La hoguera de las vanidades, basada en la novela de Tom Wolfe, es una historia sobre cómo los grandes nombres se derriten bajo el peso de su propio ego. En la pantalla, Tom Hanks, Bruce Willis y Melanie Griffith dan vida a una Nueva York brillante por fuera y podrida por dentro. Una ciudad donde las apariencias valen más que la verdad, y la moral solo es un accesorio de ocasión.

Algo de eso, lamentablemente, se siente cerca. Porque lo que Wolfe escribió en los años ochenta sobre el poder, el dinero y la hipocresía hoy parece reflejarse, en otra escala, más criolla y sindical, en los episodios que rodean a Jorge “Fogata” Bermúdez. Un dirigente que, entre remises, viáticos y gastos sin control, encarna a la perfección esa mezcla de privilegio y justificación que convierte la lucha colectiva en beneficio personal.

El movimiento sindical, que alguna vez se presentaba como antorcha moral, parece haberse convertido en su propia hoguera. No es un caso aislado: lo que se revela en este episodio no es solo el posible abuso de recursos, sino la estructura que lo permite, lo protege y lo minimiza. Una estructura que, como en la película, sigue creyendo que los fuegos del poder solo queman a los otros.

El caso de Bermúdez “ El Fogata”, como se lo conoce en el ambiente sindical, expuso un costado incómodo del sindicalismo uruguayo. La polémica por el uso de remises, viajes y viáticos con fondos gremiales no es una anécdota menor: habla de cómo ciertos dirigentes han confundido la representación de los trabajadores con una carrera de privilegios. Los montos pueden discutirse, los procedimientos también, pero lo que está en juego es mucho más que un recibo o una factura. Se trata de credibilidad, de ética, de coherencia entre el discurso y la acción.

El Frente Amplio, que históricamente ha tenido en el movimiento sindical una de sus principales bases de apoyo, observa el tema con silencio calculado. Nadie quiere incendiar un puente que todavía sirve. Pero ese silencio, lejos de ser prudente, se convierte en cómplice cuando lo que se pone en duda no es una persona, sino una forma de ejercer poder.

Los trabajadores, los de verdad, los que madrugan y pagan el boleto todos los días, no necesitan más discursos ni promesas: necesitan saber que quienes los representan no usan su confianza como combustible para una fogata personal.

El sindicalismo uruguayo atraviesa un momento de crisis moral. Lo que antes se encendía con ideales hoy se alimenta con recursos. Y cuando el fuego ya no se usa para iluminar, sino para mantener el calor de unos pocos, el resultado es inevitable: todo termina ardiendo.

En la película, Tom Hanks interpreta a un hombre que lo tenía todo y lo pierde en una espiral de arrogancia y engaño. Aquí, sin luces de neón ni cámaras de Hollywood, el libreto se repite. La hoguera no es metafórica: son las llamas del descrédito, del cansancio de una sociedad que ya no cree en los relatos heroicos cuando las cuentas no cierran.

Y, como en la historia de Wolfe, el fuego no perdona vanidades. Porque al final, los que juegan con el poder terminan aprendiendo, tarde, pero con certeza, que la llama no distingue entre inocentes y culpables.

Solo consume.

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