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Uruguay: La intemperie como espejo de la pobreza estructural

Alexander Salinas

En las calles de Montevideo, la intemperie se ha vuelto paisaje. Cuerpos que duermen bajo marquesinas, miradas que esquivan el frío con cartones, voces que se pierden en el murmullo del tránsito, y sueños íntimos que se hacen irrealizables. No son excepciones: son la expresión más visible y dura de una herida social que Uruguay no ha logrado cerrar. Una realidad que nos duele pero que, en un mundo de tanto individualismo, pasa desapercibida ante los ojos de la sociedad.

De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística de Uruguay (INE), durante el primer semestre de 2025, el 17,7 % de la población vivía en situación de pobreza –más de 600.000 personas– y el 1,8 % en indigencia. Además, un informe de 2024 señala que aproximadamente uno de cada tres niños menores de seis años enfrentaba pobreza infantil, lo que evidencia la persistencia de la exclusión social (INE, 2025). La exclusión, entonces, no es un accidente coyuntural, sino un ciclo que se hereda. Sin duda, la historia directamente no da respuesta a esta situación, que ha crecido exponencialmente en los últimos años, y no es un dato menor. Hablar de indigencia es triste, duele. No toda persona que vive en situación de calle es indigente: muchos tienen familia y por diversas cuestiones de la vida, no se hacen cargo, pero ese es un tema para más adelante.

Uruguay suele presentarse como un país de cohesión social —unidad, integración y sentido de pertenencia—, pero la persistencia de la pobreza revela un núcleo duro que resiste incluso en épocas de crecimiento económico. Entre los factores que la sostienen se encuentran la desigualdad territorial, ya que el interior profundo carece de las oportunidades que concentran Montevideo y la zona metropolitana; la precariedad laboral, porque gran parte de quienes son pobres trabajan, pero lo hacen en condiciones informales o con salarios insuficientes; y el déficit habitacional, debido a que los asentamientos irregulares y la imposibilidad de acceder a alquileres formales empujan a miles a la extrema vulnerabilidad.

En definitiva, se trata de múltiples factores que, como puede observarse, llevan al individuo a la pobreza extrema y que, desde el gobierno, hay que atender directamente a la raíz y no cuando el triste resultado de la indiferencia esté manifestado.

En consecuencia, cada día que el Estado es indiferente ante estas situaciones, la pobreza

profunda avanza y se apodera del valor más importante de un país: sus habitantes. Con ella llegan la situación de calle y todo lo que ello implica. La indiferencia, sin duda, es la actitud más desacertada de un gobierno que pretende ver a su país avanzar.

El Ministerio de Desarrollo Social estima que unas 4.000 personas viven en situación de calle. No se trata solo de falta de techo en todos estos casos: confluyen también adicciones, problemas de salud mental, rupturas familiares y desempleo crónico.

Los refugios estatales y convenios con ONG ofrecen contención, pero muchos los rechazan por la falta de privacidad, las normas estrictas o experiencias de violencia. La calle, con todo su riesgo, se vuelve para algunos un espacio de autonomía.

Ante esta realidad, las interrogantes que late son incómodas: ¿cómo convivimos con la intemperie sin verla? ¿Por qué el estado es indiferente ante estas situaciones? ¿Podemos avanzar como país permitiendo que las calles se maquillen de esta forma?

Y sin embargo, la naturalización de la pobreza extrema como parte del paisaje urbano es, en sí misma, una forma de violencia. Uruguay, que se enorgullece de su democracia y de su tradición igualitaria, enfrenta aquí un espejo que devuelve una imagen menos complaciente: la de un país que aún no logra garantizar derechos básicos a todos sus habitantes. La de un país que, como reitero, muchas veces es indiferente ante la poca suerte de un sinfín de ciudadanos. Es triste caminar por las calles y creer que, como existe en todo el mundo, está bien y hay que aceptarla, ¨Dios los ayudará¨

La pobreza estructural no es solo un problema económico: es una fractura en el pacto social. Y las personas sin hogar son su rostro más descarnado. Reconocerlo no basta; pero es el primer paso para que la intemperie deje de ser destino y vuelva a ser circunstancia.

En conclusión, en estos párrafos me he animado a expresar y, consecuentemente, a difundir

una problemática ya histórica que, sin importar el gobierno, no han logrado solucionar. Si me llaman utópico, me alegro, porque todavía tengo la certeza de que algún día llegará algún

gobernante que entienda que, para que un país avance sanamente y con proyección a futuro, debe resolver estas experiencias humanas que nadie merece vivir. Llámenme utópico, pero todavía me queda algo de confianza y de sueño en ese Uruguay que no deje a ningún ciudadano tirado; en ese país donde haya una respuesta estatal para todos.

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