Una triste batalla
Pablo Caffarelli
El miércoles 20 de agosto quedará marcado como una de las páginas más oscuras y vergonzosas del fútbol sudamericano. Ese día, en el estadio Libertadores de América, Independiente de Avellaneda y la Universidad de Chile disputaban el partido de vuelta por Copa Sudamericana. La expectativa era la habitual de un partido definitorio internacional: pasión, adrenalina, nerviosismo. Lo que nadie imaginaba era que la jornada terminaría convertida en un espectáculo de la barbarie.
Todo comenzó con los hinchas chilenos, que desde la tribuna alta arrojaron butacas, bombas de estruendo, lozas sanitarias, escupitajos y hasta un inodoro entero sobre los parciales de Independiente ubicados debajo. El nivel de violencia era tal, que la voz del estadio pidió a través de los altoparlantes que abandonaran el lugar. Ahí se cometió el primero de una cadena de errores que expuso la fragilidad de los nuevos esquemas de seguridad en el fútbol, los mismos que —lamentablemente— se han replicado en Uruguay.
Porque en este modelo de “seguridad tercerizada”, donde todo recae en guardias privados que le cuestan fortunas a los clubes, no existe capacidad real de contención. Nadie ingresa a frenar lo que se desmadra. Lo “ingenioso” fue pedirles a los violentos que se retiraran. Como era de esperar, no ocurrió. Apenas algunos, y muy lentamente, comenzaron a salir.
Lo que vino después fue una escena carcelaria, un estallido de odio colectivo, un descenso a lo más primitivo de la condición humana. Los hinchas de Independiente, heridos y furiosos por los ataques recibidos y por la pasividad del operativo, desbordaron a la escasa seguridad y atravesaron las barreras hasta llegar al sector visitante.
Las imágenes que circularon son dantescas: golpes, persecuciones, cuerpos desnudos humillados, hombres obligados a pedir perdón mientras eran filmados y apaleados, jóvenes arrojados desde las gradas. Hubo muertos. Hubo heridos graves. Hubo niños aterrados en medio del caos.
Un video en particular se volvió insoportable: un hombre corpulento, armado con un palo, se acerca a un niño de no más de doce años. El chico, con las manos alzadas en súplica, implora clemencia. La respuesta es un golpe brutal en la cabeza que lo hace desplomarse inconsciente. Esa escena nauseabunda, inhumana, explica por sí sola en qué abismo estamos cayendo.
Y no hablemos como si esto fuera lejano. Pasó a dos cuadras de donde, apenas una noche antes, Peñarol jugaba su propio partido con miles de uruguayos presentes. Perfectamente podrían haber sido ellos las víctimas. Y recordemos que estas mismas barras cruzan seguido el Río de la Plata. El modelo de seguridad sin presencia policial, que no corta de raíz los primeros brotes de violencia, es una bomba de tiempo también para nosotros.
Uruguay debe mirar esta tragedia como un espejo. Seguir copiando sistemas inservibles solo nos deja expuestos y, peor aún, nos hace cómplices por omisión. No se trata de un tema deportivo: se trata de civilización o barbarie.
El tren al que nos subimos con estas decisiones se dirige directo hacia lo inhumano, hacia lo salvaje, hacia la anulación misma de lo que nos hace sociedad. Si nadie lo detiene, habrá que animarse a gritarle al guarda: “Por favor, yo me bajo acá”.