El águila o la paloma
Hugo Machín Fajardo
La paloma como símbolo de esperanza viene de antiguo. En la fábula del diluvio universal narrada en el Génesis, es la encargada de averiguar si había cesado la lluvia.
En Grecia clásica sostenían que la paloma profetizaba hechos futuros favorables, además de ser la preferida de Afrodita.
En el cristianismo la paloma sería el espíritu que sellaría, fecundando a la virgen María, una nueva alianza entre la divinidad y la humanidad: esperanza.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el artista malagueño Pablo Picasso, ya entonces afiliado al Partido Comunista francés, pintó una versión de la paloma de la paz con una rama de olivo en el pico, en ocasión del Congreso Mundial de la Paz (1949), organizado por Moscú, que simbolizaría desde entonces el anhelo mundial de paz y así ha seguido como alusión a esa esperanza humana.
En los periódicos colombianos, un día sí y otro también, los caricaturistas dibujan la paloma de la paz para significar diferentes situaciones que van desde la esperanza al escepticismo sobre la paz, que en el presente quiere ser “paz total”, en palabra del presidente de Colombia, Gustavo Petro.
Los símbolos y sus autores varían según la vicisitud histórica.
Picasso, junto a medio millón de exiliados españoles que en 1939 cruzaron los Pirineos para escapar de Franco, permaneció en el París ocupado por los nazis sin poder exponer, pero sin dejar de pintar o de reunirse acompañado por Dora Maar con otros artistas en Le Catalan, en la rue des Grands Augustins; o de recibir la visita del escritor Ernst Jünger, comandante de las tropas de ocupación.
Tanto Arno Breker, escultor oficial de Hitler, como Jean Cocteau, dijeron haber sido los gestores ante la Gestapo de ese estatus especial para el genio de la pintura.
La “paloma de Picasso” sigue vigente. Asociar a la ex URSS con la paz mundial, ya no es posible. La paz aludida fue mantenida gracias al equilibrio del potencial nuclear durante la Guerra Fría, pero estuvo jaqueada por innumerables conflictos -Vietnam el más notorio- propiciados por Washington, y por la ocupación totalitaria de la Unión Soviética en Europa del este.
El presidente Luis Lacalle Pou decidió transformar un símbolo nazi que quedó como uno de los restos de la Batalla del Río de la Plata (1939) en que el acorazado alemán Graf Spee, ya escorado tras el enfrentamiento con naves británicas frente a las costas uruguayas, fue hundido por su capitán ante la inminencia de un combate desigual con los cruceros Ajax, Achilles y Exeter.
Por obvias razones de la política uruguaya, del presente afiliados y opositores al gobierno, están enfrentados en una polémica que en redes sociales, no siempre, mezcla aserrín con pan rallado.
Se aduce que la decisión de fundir el águila de bronce que apoya sus garras en la cruz gamada nazi conformando una estructura de 300 kilos de peso, -que a juicio de algunos sería una “pieza original de la historia”- para convertirla en paloma, ofende a la “memoria histórica”. También que es un intento por “borrar la historia”; y que es una reliquia histórica (reliquus: del latín, algo que sobra o se deja atrás) de los horrores bélicos…En fin, es inagotable lo que bulle en el caldo de las redes.
Leipzig, Penig, Ohrdruf, Hadamar, Breendonk, Hannover, Arnstadt, Nordhausen, Mathausen, Buchenwald, Dachau, Belsen, Majdanek, Treblinka, y por supuesto, Auschwitz, son más de 100 los campos de concentración y exterminio montados por los nazis en la Europa invadida entre 1939 y 1945. ¿Todos se conservan como lugares de memoria? No.
Uruguay hasta el presente no ha podido acordar como sociedad una historia reciente equilibrada. La memoria es heterogénea y resulta ardua la explicación indispensable que requieren los hechos históricos. Quizás le sea más útil a la sociedad uruguaya volcar la energía que hoy se despliega, por lo menos en las redes, en si águila o paloma, en establecer la correspondencia
– incluidas las diferencias- entre la historia reciente y la memoria atrincherada. De pronto ese ejercicio nos permita descubrir que recordar no necesariamente supone excluir a los unos ni glorificar a los otros.
Una imagen aborrecible como la que representa el emblema con la esvástica, fundida quizás hasta por manos esclavas -recuérdese que fue en el invierno boreal de 1933 que se inauguran los campos de concentración donde los allí recluidos eran obligados a desarrollar trabajo forzado- ¿volverla un símbolo universal de la paz? ¿Por qué no?
Esa invasión rusa a Ucrania que en Uruguay se percibe a distancia, es mucho más que el sufrimiento gratuito de millones de ucranianos causado por un autócrata expansionista. Es el reacomodo del nuevo desorden global inmerso en una polarización a escala planetaria: un bloque occidental encabezado por Estados Unidos y un bloque euroasiático liderado por China. Enfrentamiento que ya tiene sus propios campos de batalla en la guerra comercial, la ciberguerra y la manipulación desinformativa, como puede verificarse a diario.
En ese contexto, un país que salvo en una oportunidad en el siglo XIX participó de una guerra, transforme no un monumento, como se ha dicho, sino una especie de mascarón de proa emblema de la barbarie, en un símbolo de paz, no parece nada mal, ni tiene que ver con pretender cambiar la historia