Símbolos patrios
memoria viva de la soberanía
Luis Marcelo Pérez
En Uruguay, la Libertad es libre. Esa frase, tantas veces repetida y tan poco comprendida, resume la herencia de quienes forjaron nuestra independencia y nos legaron símbolos que aún hoy nos representan. No es un eslogan vacío ni un capricho retórico, es la afirmación de que un país pequeño puede, a fuerza de convicciones y sacrificios, plantar bandera en la historia de los pueblos libres.
Por eso resulta alarmante —y, lo confieso, también triste— escuchar que el profesor de Historia, actual director de Educación del MEC, Gabriel Quirici, sugiera que quizás habría que “revisar” nuestros símbolos patrios para incorporar elementos como el mate, el tamboril o la costa. ¿De verdad creemos que el esfuerzo de Artigas, de Rivera, de Oribe, de Lavalleja y de tantos otros patriotas que dieron su vida por fundar una república soberana puede ponerse al mismo nivel que una bebida, un instrumento o un paisaje? ¿Vamos a degradar el sacrificio patriótico convirtiéndolo en un accesorio de la moda cultural más irreverente?
Nadie niega el valor del mate, la riqueza del candombe o la belleza de nuestras costas. Sería absurdo no reconocerlos como parte de nuestro acervo. Pero una cosa es el acervo cultural —dinámico, plural, abierto— y otra muy distinta los símbolos fundacionales de la República. Los símbolos patrios no son un collage hecho al gusto de cada generación ni una postal turística, sino pactos de memoria, sellos de soberanía, marcas de un camino que costó vidas, destierros y privaciones. Son, en suma, el recordatorio de que la República no nació de la comodidad, sino del sacrificio.
No es la primera vez que se intenta relativizar nuestros referentes. Ya ocurrió cuando se sustituyeron los rostros de próceres en las monedas por animales simpáticos. Se le quitó solemnidad a la moneda, transformando la historia en zoológico de bolsillo. Hoy, con ese mismo espíritu liviano, se pretende abrir el debate sobre los símbolos patrios como si fueran simples objetos decorativos que cada uno puede moldear según sus preferencias. Esa es la lógica deslenguada de quienes confunden la evolución cultural con el borrado del fundamento cívico.
Lo verdaderamente preocupante no es la ocurrencia aislada —que de por sí es frívola— sino el síntoma, la falta de conciencia cívica en quienes conducen la educación del país. Porque cuando desde la dirección del sistema educativo se transmite la idea de que todo puede revisarse y mezclarse sin jerarquías ni raíces, se está educando en la relativización de lo que nos constituye como República. Y un pueblo que aprende a relativizar sus símbolos, pronto se convence de que la propia patria es también negociable.
La República no se juega en la mesa del mate, ni en el tamborileo del carnaval, ni en una partida de truco. La República se defiende en la vigencia de sus instituciones, en la memoria de sus símbolos y en el respeto a su historia. No es un asunto menor ni un detalle de protocolo, es la columna vertebral de la República. Cuando la bandera flamea, cuando el himno resuena, cuando el escudo se imprime, no hablamos de ornamentación, hablamos de soberanía, de identidad y de continuidad histórica.
Es hora de que, como ciudadanos, recuperemos la certeza de que los símbolos no nos pertenecen a nosotros ni a una generación particular. Pertenecen a la República toda, que es pasado, presente y futuro. No son objetos que puedan modificarse a gusto del funcionario de turno ni al vaivén de los humores culturales, sino compromisos que nos trascienden, que nos obligan a la gratitud, a la responsabilidad y a la salvaguardia.
Si quienes dirigen la educación no comprenden esta diferencia esencial, el verdadero problema no será una declaración inoportuna en un medio de prensa. El problema será que nuestros hijos y nietos crecerán en la convicción de que todo es intercambiable, incluso aquello que nos hizo ser lo que somos, una República libre, nacida de la dignidad y del coraje, no del entretenimiento frívolo y pasatista.
La República se honra, no se reduce a ornamento. Sus símbolos no se subestiman, se respetan porque nos obligan. Cuando se los vacía de sentido no desaparece un estandarte, se erosiona la conciencia colectiva. Y sin conciencia histórica, la libertad se vuelve un espejismo y la República corre el riesgo de degradarse en despotismo.