La trampa de la autodeterminación
Guzmán A. Ifrán
La situación actual en Venezuela ha dejado en evidencia, una vez más, las limitaciones de la comunidad internacional para enfrentar regímenes autoritarios que han convertido a la autodeterminación de los pueblos en una consigna vacía, usada como escudo por dictadores para perpetuarse en el poder. Soy de los que cree, con convicción política y filosófica, que ningún pueblo puede autodeterminarse cuando vive bajo la amenaza de las metralletas, el exilio forzado de sus dirigentes o la proscripción de sus líderes más destacados.
En Venezuela no hubo autodeterminación. Hubo un fraude monumental. Nicolás Maduro usurpó la voluntad de millones de ciudadanos que votaron masivamente por Edmundo González Urrutia, quien fue el verdadero presidente electo por el pueblo venezolano. Antes de eso, el régimen ya había proscripto a la figura más relevante de la oposición, María Corina Machado, una mujer de estatura política y moral que el mundo todavía no dimensiona en su justa magnitud. Si ella hubiera podido participar, no tengo dudas de que hoy sería la presidenta legítima de Venezuela.
Quiero ser claro: defiendo la autodeterminación de los pueblos, pero únicamente cuando se ejerce con voto libre, limpio y transparente, con garantías internacionales y sin persecución. Cualquier otra cosa es un simulacro. Y como tal, no merece el respeto de la comunidad democrática mundial. En este sentido, la intervención de Estados Unidos en el Caribe, con un despliegue militar que genera controversias, representa para mí no una amenaza, sino una esperanza. Una esperanza de que, por fin, la mayor potencia democrática del mundo esté dispuesta a asumir el costo político y militar de liberar a Venezuela de la tiranía.
Sé que habrá quienes objeten esta posición. Desde la izquierda, pero también desde ciertos sectores conservadores, se insiste en que ningún país debe intervenir en otro porque eso violaría la soberanía. A ellos les respondo que la soberanía no puede ser invocada como patente de corso para masacrar, silenciar y manipular a un pueblo entero. La verdadera soberanía reside en los ciudadanos, no en un tirano. Y cuando los ciudadanos no tienen posibilidad alguna de expresarse en las urnas, entonces la comunidad internacional tiene no sólo el derecho, sino la obligación moral de actuar.
El mundo ha tolerado durante demasiado tiempo la falacia de la autodeterminación como argumento para justificar lo injustificable. Mientras tanto, generaciones enteras de venezolanos han sido condenadas a la pobreza y al destierro. Hoy, la historia nos enfrenta a un punto de inflexión. Estados Unidos ha movido sus piezas en la región y, guste o no, ese movimiento abre la puerta a una posibilidad real de liberación. Por tanto, prefiero mil veces los sinsabores y cicatrices de una intervención foránea con el objetivo de restaurar la democracia y el sagrado derecho ciudadano a decidir cívicamente su destino, que la certeza de continuidad de una dictadura grotesca asesina y ominosa que ya ha destruido a un país entero.