Discursos vacíos
Pablo Caffarelli
En los últimos días, el presidente Yamandú Orsi se dirigió a la Asamblea General de las Naciones Unidas con un discurso que dejó una sensación ambivalente. Por un lado, describió a Uruguay como un país pequeño, de economía limitada y sin relevancia militar en el plano internacional. Pero, acto seguido, planteó que precisamente esas características podrían convertirse en fortalezas: un país pacífico y neutral, capaz de mediar, de facilitar el diálogo y de aportar al multilateralismo.
La idea no es menor, pero quedó corta frente a la oportunidad que tenía ante sí. En un escenario global de máxima visibilidad, era esperable una narrativa más ambiciosa, que mostrara lo que Uruguay es y puede ofrecer. Un discurso que destacara con orgullo sectores dinámicos como el turismo, la agroindustria, la innovación tecnológica o el talento humano. Que invitara a invertir, a vivir, a hacer negocios o a comprar productos uruguayos de excelencia. Reconocer los desafíos es legítimo, pero insistir en las limitaciones opaca la posibilidad de proyectar confianza y aspiración.
En buena parte de su intervención, Orsi volvió sobre la historia, la tradición democrática y la vocación de paz de Uruguay. Todos rasgos valiosos, pero que al ser presentados desde la modestia y la autodepreciación terminan eclipsando los logros y las oportunidades. Hacia afuera, el mensaje debe ser claro y coherente: Uruguay como un país de estabilidad política, de confianza institucional y de seguridad para crecer. Si la imagen que transmitimos es la de un país que habla más de lo que le falta que de lo que ofrece, corremos el riesgo de generar dudas, incluso en quienes hasta ahora no las tenían.
Por supuesto, la condena a la guerra y la reafirmación de valores universales —tolerancia, multilateralismo, derechos humanos— son indispensables en un foro como la ONU. Pero no pueden ser el único eje. También se necesitan mensajes concretos: mostrar ventajas competitivas, señalar proyectos, abrir puertas. Esa es la forma de ganar credibilidad y de convertir la visibilidad internacional en oportunidades reales.
Si Uruguay, tanto en su política interna como en su proyección externa, sigue acumulando señales de indefinición —cierres de empresas, inversiones que se fugan, discursos que remarcan carencias en lugar de fortalezas—, los costos serán inevitables. Tal vez no inmediatos, pero con el tiempo se harán sentir. Lo que está en juego no es solo cómo nos ven, sino hasta dónde queremos llegar.