El Nobel de la Libertad
Guzmán A. Ifrán
La entrega del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado no es sólo un reconocimiento personal. Es, en verdad, un grito del mundo libre hacia el continente americano, una señal inequívoca de que la dignidad, la coherencia y la lucha democrática todavía importan. En tiempos en que las tiranías se maquillan de repúblicas y los autoritarismos se disfrazan de soberanía popular, el Nobel concedido a Machado llega como una brisa de oxígeno moral para todos los pueblos que todavía creen en la libertad.
Este premio no premia un resultado, sino una trayectoria. No celebra una victoria política, sino una forma de resistencia. María Corina Machado ha encarnado durante años la tenacidad de quien, aun sabiendo que enfrenta a un régimen brutal y sin límites, elige el camino de la palabra y de la paz. Mientras muchos se rindieron, se exiliaron o se adaptaron al sistema, ella persistió. Lo hizo con inteligencia, con coraje, con convicción y, sobre todo, con un profundo sentido de responsabilidad hacia su país y su gente. El régimen venezolano intentó quebrarla en todos los frentes: la inhabilitó, la persiguió, la difamó, la aisló. Pero no pudo con lo único que no se puede destruir por decreto: la credibilidad de quien lucha sin odio.
El Nobel, en ese sentido, no es un gesto de simpatía hacia una persona, sino una declaración de principios hacia el mundo. Es el recordatorio de que los derechos humanos no son un asunto de fronteras, y de que la democracia no puede ser defendida a medias. Lo que Machado representa trasciende a Venezuela: es el espejo en el que deberían mirarse todos los pueblos que hoy padecen populismos degradantes, autoritarismos disfrazados de justicia social o sistemas que se autoproclaman progresistas mientras aplastan la libertad individual. Su reconocimiento es un llamado a toda América Latina para recordar que la paz no se consigue con sumisión, sino con coraje moral.
En Uruguay, la noticia fue recibida con alegría y orgullo democrático. No podía ser de otra forma en un país que, con sus imperfecciones, ha sabido construir una tradición de libertades y de respeto institucional. El saludo del expresidente Luis Lacalle Pou —“Lo merece María Corina Machado y en ella todo el pueblo venezolano por su lucha incansable contra la dictadura”— refleja lo que siente buena parte de la región: que este Nobel no sólo consagra a una mujer, sino que honra a todos los que aún creen que la libertad vale la pena.
También se expresó el senador colorado Robert Silva, quien celebró el premio destacando que “la valentía de Machado y su compromiso con la democracia son un ejemplo para toda América Latina”. Sus palabras, compartidas en redes sociales, sumaron la voz de otro dirigente uruguayo comprometido con los valores republicanos y con la defensa de la libertad frente a las dictaduras que todavía amenazan en la región. Ambos mensajes —el del expresidente y el del senador— representan un consenso moral que trasciende los colores partidarios y que honra a Uruguay como nación que sabe reconocer la lucha justa, venga de donde venga.
Muy distinto, en cambio, fue el estruendoso silencio de los principales dirigentes del Frente Amplio, históricamente alineados con la dictadura venezolana. Un silencio que retumba no sólo por lo que calla, sino por lo que revela: la incomodidad de quienes durante años justificaron, relativizaron o ampararon el régimen de Nicolás Maduro, incluso cuando las pruebas de su brutalidad se volvían inocultables. Si bien en los últimos tiempos ese apoyo se ha atenuado —por la obscenidad a la que ya ha llegado el régimen en materia de violaciones a los derechos humanos, desapariciones forzadas, prisioneros políticos y el más que escandaloso fraude electoral que terminó de consagrar a Maduro como dictador—, lo cierto es que el silencio ante este Nobel resulta tan elocuente como cualquier palabra. Hay silencios que no son prudentes: son cómplices. Y éste, sin duda, es uno de ellos.
No faltaron, por supuesto, las reacciones mezquinas y los intentos de relativizar el mérito. Cada vez que alguien encarna la verdad con tanta claridad, surge el coro del cinismo que intenta empañar lo evidente. Pero el valor de este Nobel no necesita defensa: está a la vista en la reacción emocionada de un pueblo que, por un instante, sintió que el mundo lo miraba con empatía, no con indiferencia. En un planeta saturado de discursos vacíos sobre derechos humanos, este premio rescata la coherencia entre la palabra y la acción. Porque Machado no sólo habló: resistió, organizó, educó e inspiró.
La historia dirá si este reconocimiento marca un punto de inflexión en la tragedia venezolana. Pero, más allá de lo que ocurra políticamente, ya nadie podrá negar que el sacrificio de tantos opositores, de tantos exiliados, de tantos presos políticos, ha sido reconocido en la figura de una mujer que nunca se rindió. Ese es el valor esencial del Nobel: ponerle rostro humano a una causa que parecía condenada al olvido. Y ese rostro es el de una mujer valiente, serena, lúcida, que ha hecho de su vida un acto de coherencia.
En definitiva, el Nobel de la Paz a María Corina Machado es un triunfo de la conciencia sobre la cobardía, de la libertad sobre la resignación y de la dignidad sobre el miedo. Es también una advertencia para todos aquellos que, desde la comodidad del poder, creen que pueden eternizarse oprimiendo a su pueblo. Los premios no cambian las realidades de inmediato, pero cambian las narrativas. Y a veces, eso basta para iniciar un nuevo capítulo.
María Corina Machado ya pertenece a la mejor historia de su país. Y con este Nobel, también a la historia moral del mundo.