El Nobel incómodo.
Ricardo Acosta
Cuando una dictadura persigue, encarcela y silencia, hay quienes todavía prefieren mirar para otro lado. Incluso cuando el mundo mira a Venezuela con horror, algunos dirigentes eligen incomodarse más con el premio que con el régimen.
Hay declaraciones que, aun dichas con tono calmo, dicen mucho más de lo que aparentan. Y hay silencios —o relativizaciones— que terminan siendo una toma de posición.
Cuando Yamandú Orsi sostuvo que el Premio Nobel de la Paz otorgado a María Corina Machado “hubiera estado mejor desierto”, no hizo un comentario ingenuo ni neutral.
Hizo una definición política. Y una muy clara.
Porque no se trata de gustos personales ni de simpatías ideológicas. Se trata de entender qué representa hoy María Corina Machado en América Latina y qué representa, todavía, el régimen de Nicolás Maduro. Fingir que ese premio podía “no darse” es, en los hechos, restarle valor a una lucha que lleva años, que ha tenido costos personales enormes y que se ha desarrollado bajo persecución, censura y amenaza permanente.
María Corina Machado no es una figura cómoda. Nunca lo fue. No para el chavismo, que la persiguió, la inhabilitó y la obligó a vivir escondida. Y tampoco para cierta izquierda latinoamericana que prefiere mirar para otro lado cuando una dictadura se disfraza de proyecto popular. Machado no lucha desde la comodidad del exilio permanente ni desde una tribuna simbólica. Luchó —y lucha— desde adentro, pagando el precio real de enfrentarse a un régimen autoritario.
Decir que el Nobel “hubiera estado mejor desierto” equivale a decir que esa lucha no merece reconocimiento.
Que el coraje no alcanza. Que la resistencia pacífica frente a una dictadura no es suficiente. Que, en el fondo, es preferible no incomodar a nadie. Y ahí está el verdadero problema: esa frase no es prudencia diplomática, es relativismo moral.
Porque cuando se pone en el mismo plano a quien enfrenta una dictadura y a quien la ejerce, cuando se equipara la denuncia con el silencio, cuando se sugiere que es mejor no premiar a nadie antes que premiar a quien molesta, se termina legitimando al poder opresor. No hace falta aplaudir a Maduro para ayudarlo: alcanza con minimizar a sus opositores.
El Premio Nobel de la Paz no se entrega por perfección ideológica ni por afinidad partidaria. Se entrega por valentía, por compromiso, por defensa de derechos fundamentales.
Se ha otorgado a figuras incómodas, resistidas y cuestionadas en su momento, precisamente porque la historia rara vez es cómoda cuando se la vive en tiempo real. Querer un Nobel “desierto” es querer una historia sin conflicto, sin riesgo y sin coraje.
Lo que incomoda a algunos no es el premio, es el espejo. Porque el reconocimiento a María Corina Machado expone una contradicción que muchos prefieren no mirar: la dificultad de una parte de la izquierda regional —y en particular del Movimiento de Participación Popular— para condenar sin matices a las dictaduras cuando estas se dicen progresistas. La tolerancia selectiva. El doble estándar.
El silencio cuidadosamente administrado.
Resulta todavía más difícil de digerir cuando se recuerda que muchos de los que hoy relativizan el Nobel a Machado fueron los mismos que aplaudían, sin pudor, la posibilidad de que José Mujica fuera candidato al Premio Nobel de la Paz. Mujica, histórico referente del MPP, ex tupamaro, integrante de una organización armada que asaltaba bancos y empuñaba armas, fue resignificado sin problemas como símbolo de la paz. Ahí no hubo pedidos de premios desiertos, ni matices, ni incomodidades éticas. Ahí la épica alcanzaba.
La diferencia no es moral, es ideológica.
Cuando la historia se ajusta al propio relato, todo se perdona, todo se romantiza, todo se explica. Cuando la lucha por la libertad viene de un lugar incómodo, cuando no responde al libreto correcto, entonces aparecen la tibieza, el relativismo y el silencio elegante. No es una cuestión de coherencia: es una cuestión de conveniencia.
En Uruguay solemos enorgullecernos —con razón— de nuestra tradición democrática. Pero esa tradición también exige claridad moral. No alcanza con decir que “no es blanco ni negro” cuando, en este caso, lo es. En Venezuela no hay democracia plena, no hay libertad política real y no hay garantías básicas. Y quien enfrenta eso merece algo más que comentarios tibios desde la comodidad institucional.
María Corina Machado no recibió el Nobel porque sea perfecta. Lo recibió porque se mantuvo firme cuando callar era más seguro. Porque eligió resistir cuando negociar significaba rendirse. Porque puso el cuerpo, la voz y la vida en una causa que no garantiza triunfos rápidos ni aplausos universales. Eso, en un continente acostumbrado a los atajos y a las conveniencias, no es poco. Es muchísimo.
Decir que ese premio debía quedar desierto es, en el fondo, una manera elegante de no tomar partido. Pero la historia no suele ser amable con quienes eligen no hacerlo. Porque cuando se relativiza la lucha por la libertad, cuando se diluye el valor del coraje, cuando se pone la comodidad política por encima de la dignidad, el silencio deja de ser neutral y pasa a ser cómplice.
Y en este caso, el silencio —o la minimización— no es una virtud.
Es una falta.