El viejo del retrato
Gustavo Toledo
Cada mañana, doña Ramona cumplía con la tradición que su esposo había iniciado 35 años antes, cuando decidieron mudarse más cerca del centro: colocar el retrato de José Batlle y Ordóñez en la entrada de su casa, rodeado de geranios y malvones.
En un pedacito de vereda, que don Miranda, su marido, a fuerza de pico y pala, se encargó de convertir en un vergel, día tras día, y con la única excepción de aquellos en los que el mal tiempo se lo impedía (por temor a que se estropease), acomodaba la foto de don Pepe enfundado en su sobretodo de todos y para todos a la derecha de su puerta. Una forma de decir presente y extender sus ideales más allá de la intimidad de su hogar. Una forma de militancia, se podría decir, del tipo que los uruguayos de otros tiempos, sin redes sociales ni novelerías virtuales, solían practicar.
Para don Miranda, según su viuda, Batlle fue siempre un punto de referencia, aun en tiempos duros (o, mejor dicho, sobre todo en tiempos duros), de un Uruguay digno, y por tanto merecía ser homenajeado a cielo abierto. No con flores de plástico y frases de ocasión sino en forma metódica y silenciosa, convocando a los transeúntes a la reflexión o por lo menos a la recordación respetuosa de aquel gigante. De ese modo austero y sencillo, sin estridencias, que reclaman los santos laicos.
Un día de hace muchos años, consultada por una periodista que pasó por allí y se percató de ese pequeño altar republicano levantado en la vía pública, doña Ramona le confesó el origen de aquel ritual. “Mi esposo siempre fue muy batllista, y en un momento donde todo estaba muy revuelto y se estaban haciendo cosas contra los principios del Batllismo decidió poner en la puerta de casa a don Pepe, para que todos lo vieran y se acordaran del respeto al país y de ayudar a los pobres”.
Sin embargo, una vez, doña Ramona, quizás atribulada por otros menesteres, se quejó a su marido por tanta devoción: “Vos con tu cuadro toditos los días…”. Él la miró fijo, contó, quizás percatándose de la oportunidad, y le pidió por favor que si él partía primero que ella siguiera sacando el retrato a la calle. Y así lo hizo, fiel a don Miranda y a su admirado don Pepe, hasta que ella también murió.
Ignoro si sus hijos y nietos continuaron la tradición, y si los recuerdos de aquel Uruguay feliz y justiciero que los Miranda sembraron a lo largo de tantos encuentros familiares germinaron en los suyos y en los muchos otros que por allí pasaron. Lo que sí sé, es que cada vez que un batllista muere, o alguien descuelga su retrato para guardarlo detrás de un ropero, don Pepe también se muere un poco más.
Rememorar esta historia mínima, hoy, es una forma de volver a sacar ese retrato a la calle. Si no como estandarte, por lo menos como señal de respeto y gratitud al viejo de la foto y a los muchos Miranda de ayer y hoy que encarnan su verbo.