La argentina entre el poder y la ley
Ricardo J. Lombardo
La república es el imperio de la ley.
Es decir que, en una república, el poder está limitado por las instituciones pactadas democráticamente que gobiernan las mayorías y garantizan a las minorías sus derechos.
En Argentina, la ley ha quedado sometida al poder.
Desde la proclama de Alfonsín hace 40 años (“con la democracia, se come, se educa y se cura”), nuestros vecinos no han encontrado la fórmula de estabilizar su democracia.
A una sociedad corporativa, le ha sido imposible conseguir los equilibrios necesarios para funcionar como una república.
Primero fueron gobiernos dubitativos, débiles, en algunos casos corruptos u oportunistas. Y en los últimos 20 años, de la mano del kirchnerismo, ha campeado la antirrepública.
El poder ha querido arrasar con todo. Con la excusa de redistribuir para favorecer a los pobres, el Estado se ha transformado en un gigante acromegálico que todo lo abarca, todo lo quiere. Donde una clase política dominante ha convertido a la mayoría de los empresarios en prebendarios, a los sectores más pobres en simples instrumentos de un asistencialismo condicionado a su militancia y al silencio de sus conciencias.
Ha querido terminar con la separación de poderes, requisito imprescindible de una república, y no ha sabido distinguir lo público de lo privado, característica propia de los regímenes totalitarios. Se ha creído con derecho de apoderarse de las arcas públicas para favorecer a sus subordinados o enriquecer a niveles inconcebibles sus patrimonios propios.
El resultado ha sido un desastre. En un país con tantas riquezas, la mitad de la población es pobre, la violencia y la inseguridad campean, la inflación merodea el 150% anual, su PBI padece un estancamiento crónico, es un paria financiero a nivel internacional.
Es natural que la población esté harta. Y es muy probable que las elecciones que se disputarán este mes sea una muestra de ese hastío.
La paradoja es que el oficialismo tiene como candidato al ministro de Economía. Es decir, el titular de una de las peores gestiones que se conocen. Y su campaña de convicción sea casi exclusivamente anunciar día a día medidas de beneficios a los sectores de la población que parece querer sobornar, aumentando de manera indecente el gasto público que ya está descontrolado y es, en buena parte, el responsable del caos.
Es que el kirchnerismo busca apoyarse en la poderosa estructura del viejo peronismo, un movimiento que tiene más de 70 años y que ha sabido construir un aparato político sumamente poderoso y clientelístico, con tal de perdurar en el poder.
Las alternativas electorales a ese continuismo, más allá del voto castigo y el hartazgo, parecen impregnados de condicionantes ideológicas insoslayables.
Por un lado, los sectores que han sido oposición al kirchnerismo, es decir los radicales, el PRO y un conjunto de sectores menores, se han agrupado como alternativa, denunciando la corrupción, levantando las banderas del restablecimiento de los valores republicanos, el orden y un enfoque gradualista que recomponga la prosperidad económica y la convivencia social.
Pero esa alternativa al gobierno, que constituiría una posibilidad esperanzadora de recuperar para la Argentina una democracia republicana, lucha con tres dificultades muy importantes para prevalecer: el antecedente de un fallido gobierno de Macri, lo poco seductora que es siempre una propuesta de centro cuando existe el caos, y el escaso carisma de su candidata a presidente Patricia Bullrich.
Por otro lado, aparece la figura de Javier Milei que ha crecido de manera vertiginosa esgrimiendo la denuncia de la “casta” política, y un discurso libertario prácticamente de manual de Von Hayek o Milton Friedman.
En un país donde el Estado se ha convertido en un lastre insoportable, esas ideas no pueden encontrar tierra más fértil para germinar.
Su discurso radicalizado parece sintonizar con lo que sienten sectores mayoritarios de la población, fundamentalmente lo más jóvenes, y la sensación de que hay una Argentina que se muere y otra que bosteza, como diría Machado.
Las encuestas, (o lo que pueda creerse de ellas) anuncian un triunfo de Milei. Incluso algunos vaticinan la posibilidad de que lo haga en primera vuelta. Después aparece Massa, el candidato del oficialismo, y más abajo Bullrich que cada vez parece alejarse más de la posibilidad de un ballotage.
Con ese panorama, la gran incertidumbre es cómo haría Milei para imponer sus ideas sin mayorías parlamentarias, ninguna provincia conquistada por su movimiento, ni vínculos sectoriales que lo soporten en un país que, como ha sido dicho, padece de un corporativismo cultural.
Es a todas luces evidente que Argentina necesita salir de esos cepos que limitan la acción de sus ciudadanos, terminar con sus tipos de cambio múltiples, poner coto a los excesos del gasto público que desencadenan una inflación insoportable, liberalizar el comercio internacional dejando que ingresen divisas por los sectores más competitivos y que se pueda importar los insumos y los consumos para poner a la economía en marcha.
Pero ¿cómo podría hacer Milei? Esas medidas que son indiscutibles para cualquiera que analice la situación con un mínimo de conocimiento de economía, contarían con resistencias interminables no solo de parte de los sindicatos corruptos, sino de los sectores empresariales que querrán mantener su chacrita de negocios, independientemente del contexto. El corporativismo se defenderá.
La transformación de las economías cerradas que teníamos los países latinoamericanos a mediados del siglo pasado, en aperturas más o menos compatibles con el mundo de hoy, fue posible en regímenes autoritarios. Nos guste o no reconocerlo, la paradoja es que la libertad económica se impulsó a partir de férreas dictaduras.
Si gana Milei con su discurso libertario, ¿cómo seguirá la historia?
¿Volverá a imperar la ley sobre el poder, o el poder sobre la ley, aunque con otros protagonistas?
¿La Argentina logrará finalmente construir una democracia republicana, o volverá a ser una nación sometida por el autoritarismo?
Esperar y ver.