Política nacional

La persistente historia.

Julio María Sanguinetti

En su monumental obra “Post-Guerra”, Tony Judt comenta que la estrategia de Stalin en 1945 procuraba recuperar los territorios que los bolcheviques, recién llegados al poder, habían perdido en el Tratado de Brest-Litovsk.

Ocurrió sobre el fin de la 1ª Guerra Mundial, cuando tuvieron que aceptar la independencia de Ucrania, Estonia y Letonia, además de desocupar Finlandia y otros territorios. El eminente historiador británico señala que se encuentra algún “sentido a la política exterior soviética simplemente fijándose en las políticas de los Zares. Después de todo, Pedro I el Grande fue el que introdujo la estrategia mediante la cual Rusia llegaría a dominar a través de la ‘protección’ de sus vecinos”. Política que mantuvieron Catalina la Grande y Alejandro I en 1815 en el Congreso de Viena.

Ahora nos volvemos a encontrar con la reedición de esta histórica política de Zares, intentando recuperar lo que había perdido la Unión Soviética cuando se les emancipó la Polonia de Lech Walesa y se terminó cayendo el Muro de Berlín en 1989.

Todo esto viene a cuento de entender que la cruel invasión a Ucrania no es el simple arrebato de un psicópata sino un gran proyecto de resurrección de la política territorial de los Zares, sostenida luego por Stalin y recuperada ahora por Putin con la misma saña pero, además, un grosero anacronismo. Estamos ante la vieja Rusia que retorna, hasta con la Iglesia Ortodoxa en un papel central, lo que parece surrealista cuando está al frente del Estado un viejo cuadro de la KGB comunista. Erigido ahora en nacionalista fanático, dispuesto a usar y abusar de su poder, lleva su autocracia a límites impensables, ni siquiera limitado por un contralor partidario como ocurría en el viejo régimen comunista. Si no hay un eventual cambio drástico, todo indica que Rusia seguirá en su actitud desafiante.

Así como la pandemia nos retrotrajo a tiempos de pestes que creíamos superadas por la ciencia, ahora la historia nos vuelve a traer otro conflicto militar, europeo pero de dimensión mundial. En medio de una globalización que ha cambiado desde los modos de comunicación hasta la naturaleza de la riqueza, reaparece una guerra nacionalista y territorial, que reedita las dramáticas imágenes de la 2ª Guerra Mundial.

El hecho es que, como entonces, las consecuencias son enormes. Europa, y muy especialmente Alemania, se enfrentan a su debilidad militar y a una dependencia energética de Rusia de la que adolece en medio del arrepentimiento. Nosotros, tan lejanos geográficamente, nos vemos también sacudidos por la caída de la oferta agrícola de Rusia y Ucrania y la suba de los precios de la energía y los fertilizantes.

A esta altura de los acontecimientos, sin un claro final a la vista, nuestro país y todos sus vecinos estamos envueltos en una tormenta que desata una inflación a la que no se escapan ni los Estados Unidos. ¿Cuándo retornaremos a la normalidad? Nadie lo sabe. La pandemia pensábamos que era asunto de meses y resultó de dos años. La invasión a Ucrania el propio Putin la imaginaba corta y exitosa y va resultando larga y penosa.

Ha reaparecido la geopolítica, que parecía desvanecida por la globalización. Y el concepto de seguridad nacional, que olía a dictaduras y ahora va desde lo militar hasta las cadenas de abastecimientos de energía y alimentos. Todo hace pensar que, así como en 2008 la crisis financiera llevó al mundo del dinero a restricciones para bancos y bolsas, renacerán ahora pulsiones proteccionistas. El drama alemán luce como el paradigma de la situación, que lleva a ese poderoso país a aumentar drásticamente el gasto militar y lanzar una costosísima reconversión energética.

Dos procesos de apariencia antihistórica, pandemia y guerra, se nos han venido encima, cuestionando la libertad comercial que en los últimos cuarenta años permitió una formidable expansión de las economías y el bienestar. China, que fue el mayor beneficiario de las aperturas occidentales, ahora ha quedado en posición incómoda por la agresión rusa. Para nosotros son todas malas noticias. Tendremos que navegar con mucho tino para no quedar encerrados en una nueva guerra fría, ahora entre EE.UU. y China. Naturalmente, no es como la anterior, porque China no procura la exportación de su ideología sino la expansión comercial. Y las dos potencias están, además, conectadas por muchos más espacios de cooperación, en la vía comercial y financiera. Sin embargo, ya han aparecido restricciones norteamericanas a las exportaciones chinas en las nuevas tecnologías.

El panorama entonces es inflación en el mundo entero, inflación en la región, costosa reconversión energética, transitoriamente escaseces en algunos alimentos y seguramente el retorno de regulaciones comerciales. La globalización sobrevivirá, pero mutando, como los virus, tal cual decía Luis Mosca en una reciente y esclarecedora conferencia.

Delante de otro desafío universal, un país de nuestras dimensiones debe actuar con inteligencia y altura. La situación no es reductible a los planteos demagógicos que ya se lanzan desde una oposición orientada por parciales visiones gremiales, como si fuéramos una isla que todo lo puede resolver a golpes de voluntad.

Le ha tocado a la novel coalición estrenarse con dos fenómenos impensados y universales. Del primero ya salimos con éxito. El segundo recién comienza y lo primero de lo primero es que todos, políticos, empresarios, sindicalistas, comunicadores, reconozcamos cuanto antes su enorme dimensión. Si no lo entendemos, no podremos entender nada.

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