La últimas patriadas: 1904 y el inicio del Uruguay moderno. Apuntes de clase.
Miguel Lagrotta
Sostener que Aparicio Saravia representaba al mundo rural y José Batlle era el progreso urbano de la prospera clase media, es una simplificación. Saravia, al rebelarse por lo que era una diferente interpretación al Pacto de la Cruz de 1897, levantaba las banderas de las garantías electorales y respeto de las minorías, pero mediante el anacrónico levantamiento en armas, que era el método usado a lo largo de setenta años de historia uruguaya. Esta solución del enfrentamiento político ya no era admitida por una nueva población de inmigrantes e hijos de inmigrantes, con ansias democráticas y sociales que aún estaban lejos de concretarse. En 1903 el número de habilitados para votar no superaba los 50 mil sufragistas, el 5% de los habitantes del país.
El 1º de setiembre, en Masoller, las fuerzas gubernamentales ocuparon una posición estratégica tras unos cercos de piedra, dispuestos a hostigar a los rebeldes con sus nuevos Mauser, armas de gran precisión y mayor alcance. Saravia tenía la intención de separar las fuerzas de los generales Vázquez y Galarza.
A tal fin, le dio la orden a Basilio Muñoz de que la vanguardia avanzase hacia Rivera, pero las fuerzas de gobierno se parapetaron tras los cercos que salen de Masoller hacia la Cuchilla de Haedo. Aunque las fuerzas del gobierno estaban escasas de municiones, la orden de perseverar en el ataque no se cumplió. Se ha discutido si Basilio Muñoz no pudo ejecutarla o si Saravia decidió no comprometer a sus fuerzas en esa acción. Sea cual fuere la razón, lo cierto es que los gubernamentales se hicieron fuertes en esa línea.
Saravia salió a reconocer el campo de batalla, luciendo su sombrero y poncho blanco. Las miras de los soldados se centraron en la imagen del caudillo blanco y una bala le atravesó el abdomen, lesionando intestinos y riñón.
Varias versiones florecieron sobre el origen de ese disparo que hirió de muerte a Saravia. Una dice que el gobierno había contratado expertos tiradores argentinos para “misiones especiales”, otras sostienen que esa bala partió de espías colorados infiltrados entre las tropas blancas, con el objeto de asesinar al caudillo. Lo cierto es que muchas culpas se repartieron tras la muerte de Aparicio Saravia.
Los primeros ocho meses de batalla dieron a los revolucionarios una ventaja en el conflicto, pero el 1º de setiembre de 1904, Saravia fue herido de bala en la llamada Batalla de Masoller, y falleció el 10 de setiembre. La desaparición del caudillo desarticuló al ejército nacionalista y provocó el fin de la revolución. En aquellos instantes angustiosos, un jefe llegó a pronunciar estas terribles palabras: «Este es un ejército saravista. Caído Saravia, es imposible mantener su cohesión».
Después de Masoller, el ejército blanco se somete. El Partido Nacional renuncia a sus posiciones inconstitucionales. El gobierno recobra toda su autoridad y la política de coparticipación queda abolida. La firma de la paz de Aceguá, que puso fin a la guerra civil, deja definitivamente asentado el modelo urbano en Uruguay.
La destrucción material producida por la revolución fue muy importante, se registraron pérdidas cuantiosas en ganado y alambrados y dispersión de la mano de obra. Se produjo una paralización de la refinación del ganado, la baja de los precios de cueros y haciendas, la detención de tareas del primer frigorífico y la anulación del crédito bancario para el campo.
Pero hubo también consecuencias institucionales. Se consolida la unidad del Estado. El triunfo colorado implicó la finalización de la política de coparticipación en los gobiernos departamentales, la consolidación del poder central y la unificación política y administrativa del país. Termina la dicotomía Montevideo-El Cordobés. El afianzamiento del poder del Estado será ya definitivo y lo usufructuará el Partido Colorado, gracias a su victoria sobre los blancos.
El vencedor de la guerra civil y presidente de la República, J. Batlle y Ordóñez, recoge naturalmente la jefatura de su partido, y se instala un gobierno de partido. De acuerdo con sus ideas, la coparticipación con el Partido Nacional se dejará completamente de lado: «Reputo errónea la teoría de la política de coparticipación, según la cual los ministerios deben constituirse, en parte, con hombres de opiniones y tendencias contrarias a las del poder ejecutivo», expresó.
Con la nueva reglamentación electoral de 1904, se aumentaba de 69 a 75 el número de diputados, y 7 departamentos tendrán un número de bancas divisible por 3, lo que permitirá el acceso de los nacionalistas como minoría en caso de lograr el tercio de los votos, en lugar de la cuarta parte de los sufragios, como se exigía anteriormente.
En las elecciones de 1905, en Montevideo se constató que la vida política del país todavía estaba en pocas manos: había un diputado colorado cada 593 votos, y un nacionalista cada 779. Se cumplía el propósito de la reforma, que era el de aumentar la representación del partido mayoritario y disminuir la del minoritario.
La firma de la paz de Aceguá marca el fin de una época de acuerdos, en la que a través de las tradicionales formas de coparticipación los partidos habían mantenido una paz inestable. Esta paz tuvo una gran importancia en la determinación de las relaciones entre el gobierno esencialmente urbano de José Batlle y Ordoñez y los propietarios rurales. A pesar de los daños y las pérdidas físicas que tuvo que sufrir y de su aislamiento político, que resultó evidente, la clase alta rural pudo considerarse satisfecha. La actitud financiera del gobierno colorado de Batlle fue, a pesar de los insumos que le demandó la guerra, inobjetable.
Más trascendente aún, fue la concluyente demostración de que el poder de una autoridad central resultaba una garantía mucho más efectiva de la paz y de la estabilidad interna, que cualquier acuerdo Inter partidario, sobre la base de una distribución territorial de zonas de influencia. La autonomía del sistema político era un privilegio que la naciente clase política no podía darse el lujo de hipotecar y para ello debía dar respuestas a dos procesos que eran evidentes a fines del siglo XIX: la inestabilidad social del sector ganadero y el rápido crecimiento de la economía urbana. La paz de Aceguá se orienta en esta dirección.
La Revolución de 1904 fue la última guerra civil que se libró en el Uruguay, así como la más sangrienta y decisiva en la suerte del país en el siglo XX, cuya finalización determinó, entre otras consecuencias, un nuevo orden como la imposición de los valores eminentemente urbanos e intelectualistas –encarnados por José Batlle y Ordóñez– sobre la cultura del caudillismo rural imperante desde la independencia hasta aquel momento representado por Aparicio Saravia.
El 1 de marzo de 1903 Batlle y Ordóñez fue electo presidente de la República con los votos de una fracción disidente del Partido Nacional –En Uruguay hasta 1922 las elecciones presidenciales eran indirectas, es decir, la realizaban los miembros del Parlamento– encabezada por Eduardo Acevedo Díaz, quien pronto opinaría que Saravia, del que fue secretario en la Revolución de 1897, “No es más que un pobre gaucho, engreído y camorrista, antes que belicoso”.