Política nacional

Las cuerdas del poder

Ricardo Acosta

El tiempo pasó, pero el escenario sigue atado a las mismas manos. Detrás del brillo, el secretismo: el expediente archivado, los sobreprecios, los discursos elevados y la realidad económica que nadie termina de aclarar.

El Antel Arena es, sin lugar a dudas, una obra que transformó la ciudad. Su arquitectura, su escala y su modernidad lo convirtieron en un espacio imponente, capaz de albergar eventos culturales y deportivos de primer nivel. Era necesario, estaba pensado para proyectar a Montevideo hacia el futuro y darle un lugar digno a la cultura y al deporte. En ese sentido, pocos podrían discutir su existencia o su diseño: es un emblema que la ciudad necesitaba.

Pero la belleza del Antel Arena no puede ocultar las cuerdas que lo sostienen. Desde sus inicios, la obra estuvo marcada por costos que se dispararon respecto a lo presupuestado: sobreprecios, cambios durante la construcción y decisiones de gestión que todavía generan dudas. Carolina Cosse, entonces presidenta de Antel y hoy vice Presidente de la Republica, aparece inevitablemente asociada al proyecto.

Y con ella, la pregunta que muchos siguen haciéndose: ¿qué quedó realmente aclarado?

El expediente judicial que investigaba posibles irregularidades fue archivado por la fiscalía, en medio de un silencio que alimentó el desconcierto. Nadie terminó de explicar los fundamentos de esa decisión ni qué documentación fue considerada insuficiente.

Lo cierto es que el tema se cerró sin transparencia, y la sensación de secretismo se instaló, una vez más, entre los ciudadanos y quienes administran los recursos públicos.

El objetivo original era que la cultura y el deporte fueran accesibles para todos, que el público pudiera disfrutar de espectáculos de calidad sin que el precio fuera un obstáculo. La realidad, sin embargo, cuenta otra historia. Las entradas para conciertos populares superan ampliamente el poder adquisitivo de gran parte de la población, y los clubes deportivos enfrentan costos de alquiler que muchas veces resultan prohibitivos. Lo que debía ser un espacio de encuentro y democratización cultural terminó convertido en un lujo reservado para pocos.

A esto se suman las pérdidas operativas recurrentes. Año tras año, el Antel Arena registra números en rojo, y la administración se ve obligada a subsidiar espectáculos que no alcanzan rentabilidad. La defensa apasionada de sus impulsores, presentándolo como una obra de gestión impecable y símbolo de progreso, contrasta con una realidad más áspera: la magnitud del proyecto no se traduce en resultados sostenibles ni en acceso real para la gente.

El problema no es el Antel Arena en sí, sino la forma en que se lo manejó. Promesas grandiosas, decisiones opacas, discursos que apelan a la épica mientras los números y los informes se esconden detrás de expedientes cerrados. Se celebra la obra, pero se evita hablar de la gestión. Se glorifica lo visible mientras se deja de lado lo esencial: la eficiencia, la fiscalización y la rendición de cuentas.

El debate que deja el Antel Arena trasciende lo político. Habla de cómo Uruguay encara sus grandes proyectos; de cómo se equilibra el sueño con la realidad; de cómo los símbolos de progreso pueden transformarse en símbolos de desilusión cuando la transparencia se ausenta. Reconocer el valor y la belleza del Arena no impide exigir claridad sobre lo que ocurrió detrás. Al contrario: solo quien valora una obra puede exigir que esté a la altura de lo que representa.

El Antel Arena es, y seguirá siendo, un espacio majestuoso. Pero también un recordatorio de que la gestión pública requiere más que visión y ambición: necesita transparencia, responsabilidad y realismo. Solo así una obra emblemática podrá cumplir verdaderamente su propósito… y liberarse, de una vez, de las cuerdas del poder.

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