Política nacional

Rio no queda lejos.

Ricardo Acosta

Cuando la guerra no se llama guerra, los cuerpos y el miedo se convierten en el saldo de la violencia que amenaza a toda América Latina. Más de cien muertos. Así terminó la última ofensiva de las fuerzas de seguridad brasileñas contra el Comando Vermelho, el grupo criminal más poderoso de Río de Janeiro. Las imágenes son estremecedoras: helicópteros disparando desde el aire, casas perforadas por balas, cuerpos cubiertos en callejones de tierra. Una guerra que no se llama guerra, pero que deja los mismos resultados.

El operativo se desplegó en varios barrios de la zona norte, luego de la emboscada a una patrulla policial. El gobierno de Río habló de un “golpe exitoso” contra el narcotráfico. Pero entre los muertos hay civiles, adolescentes, vecinos que solo estaban en el lugar equivocado. Las familias lloran a sus hijos mientras el Estado contabiliza “bajas”.

No es la primera vez: desde hace años, las favelas son territorios gobernados por los narcos, y la policía solo entra a tiros. El Comando Vermelho, nacido en los años 70 dentro de una cárcel, se expandió como una estructura criminal que combina narcotráfico, contrabando y control territorial. Hoy, domina zonas enteras donde la autoridad del Estado es apenas un rumor.

Cada operativo militar se parece al anterior: cientos de agentes, más de cien muertos, y nada cambia. Los barrios siguen igual de pobres, los narcos igual de fuertes, y la violencia, cada vez más normalizada. En Brasil ya no se habla de combatir el crimen, sino de “limpiar” las zonas rojas, como si se tratara de eliminar un virus y no de rescatar una población.

Desde Uruguay, esas noticias nos llegan con distancia, pero con inquietud. Porque Río no queda lejos. Las cifras de homicidios en nuestro país han crecido, los barrios periféricos muestran señales preocupantes, y las redes criminales se expanden con la misma lógica que en cualquier gran ciudad de América Latina. No es lo mismo, claro, pero toda tragedia comienza con la sensación de que “acá eso no pasa”.

El narcotráfico no reconoce fronteras. Se infiltra donde hay abandono, corrupción o desesperanza. Y si algo enseña el caso brasileño es que la represión sin una política social detrás no destruye el crimen, solo lo multiplica. Río lleva décadas de balas, y las favelas siguen igual. Es un fracaso que se mide en cuerpos y en miedo.

Cuando un país naturaliza los tiroteos, cuando las muertes se vuelven estadísticas, la sociedad se quiebra por dentro. En Río, los vecinos aprendieron a dormir con el sonido de los disparos. En Uruguay todavía nos asusta, pero cada día un poco menos.

Río no queda lejos.

Y cuando la violencia llega tan cerca, mirar para otro lado no basta.

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