Lo aparente y lo real
Jorge Bonino
La calidad de vida está dada por un sinfín de pequeñas y grandes cosas, donde algunas son mucho más significativas que otras, aunque todas se acumulan ya sea sumando o restando.
Si bien muchas de las características que enmarcan la vida cotidiana en Uruguay se observan en muchos países y en particular en los de América Latina, la mayoría de estas cuestiones son de resolución autónoma, absolutamente independientes de lo que ocurre en otras partes del mundo.
Hay hábitos de la sociedad en su conjunto que pueden ser heredados desde muchas generaciones atrás y otros que pueden haberse adquirido en forma más reciente, y la vigencia temporal en sí misma no significa que unos sean mejores que otros para generar una sana convivencia. Pero para avanzar en ese camino que cada sociedad y en cada ciclo histórico, construye a su manera y a su ritmo, es imprescindible contar con la acción decidida y efectiva de los gobernantes, mediante el desarrollo de políticas públicas que coadyuven a lograr el contexto más adecuado.
Si no se ha tenido la oportunidad de vivir alguna vez en situación diferente a la actual, alcanza con imaginar cómo se sentiría cada uno si pudiera trabajar, estudiar, divertirse, o simplemente descansar, en un medio donde el estrés, el malhumor y la violencia en sus diversas expresiones, no fueran habituales y mucho menos moneda corriente. Asumir que en muchas cosas estamos mal y muy mal, es la primera condición para poder mejorar.
Quizá una de las expresiones más evidentes de cómo vamos perdiendo calidad de vida en forma paulatina y de manera casi imperceptible desde hace ya varios años, es el caos en que se ha convertido el tránsito, en especial en Montevideo y en las principales rutas nacionales.
¿Es esto causa o efecto de una sociedad que no logra conciliar sus ideas y expectativas y que prefiere flotar antes que nadar? Tenemos que ponernos a buscar respuestas.
Mientras la evolución de la tecnología y los avances científicos aportan confort, simplicidad en las actividades diarias y mejores condiciones sanitarias, las interrelaciones personales cargan el otro lado de la báscula, como si se tratara de una aguerrida competencia en la que el objetivo parece ser el de trasladarnos a los orígenes de la humanidad, piedra o palo en mano, luchando todos los días por imponernos a los otros y a la naturaleza misma.
¿Cuánta energía gastamos en buscar una supuesta felicidad individual que encuentra en el egoísmo su sustento más fuerte? ¿Cuánto depende de cada uno de nosotros mantenernos lejos de las cavernas, preservar las normas de convivencia en el grupo, promover relaciones pacíficas y un fructífero intercambio con las demás “tribus”?.
Son preguntas que nos cuesta responder, aunque todos somos parte del juego y por ende contribuimos a la definición y eventuales modificaciones de sus reglas, sus objetivos y sobre todo, de los medios a los que recurrimos para llegar a las correspondientes metas.
En cualquier sociedad organizada hay normas de convivencia, algunas escritas y otras simplemente consensuadas, de trasmisión oral, que son custodiadas con celo por los representantes de la “tribu” a los que se ha confiado esa función y quienes tienen la responsabilidad de actuar ante la violación individual o colectiva de las reglas que regulan el contrato social.
Se trata de un largo proceso de formación que tiene su punto de partida en el seno familiar y que se consolida a través de los diferentes sistemas y métodos educativos, propios de cada organización social.
Por supuesto hay que apostar a que cada integrante del grupo cultive los valores trasmitidos y actúe en consecuencia. Pero por si acaso, siempre tiene que haber responsables de controlar y asegurar el efectivo cumplimiento de las normas de convivencia, quienes ante la observación de un apartamiento de las reglas consensuadas deberán intervenir para llamar la atención del infractor y eventualmente para sancionar su conducta inapropiada.
Todo sencillo, lógico y esperable… aunque no siempre, ni en todos lados…
¿Cuánto de esto se da hoy en Uruguay?, y especialmente, ¿cuánto en Montevideo?
¿Qué valores trasmiten hoy las familias uruguayas? ¿La enseñanza curricular complementa adecuadamente ese esencial proceso de aprendizaje o en su caso subsana las carencias?
¿Las autoridades que deben observar el comportamiento individual y colectivo, y sancionar a los infractores, cumplen con el papel que le asignamos como sociedad? ¿Constituimos efectivamente una comunidad o solo poblamos un mismo territorio?
¿Somos tan solidarios y respetuosos como solemos creernos? ¿La libertad individual implica hacer lo que queramos en todo momento y sin importar cómo afecte a los demás nuestro comportamiento? ¿Somos de verdad una sociedad pacífica?
¿La autoridad se proclama o se ejerce, debe buscar la simpatía o el respeto?
Estas son solo algunas de las preguntas -aunque quizás las más importantes-, que deberíamos hacernos para tomar conciencia de dónde estamos parados y comparar la presente situación con nuestros propios antecedentes y con nuestros ideales de una sociedad civilizada y verdaderamente progresista, más allá de discursos, eslóganes, selfies, redes sociales, juegos de palabras y colores.
Si una parte importante de nosotros no logra diferenciar lo aparente de lo real y le alcanza con que alguien que usa su misma camiseta diga que algo está bien, regular o mal, para convencerse sin más de que eso es así, es decir, sin informarse por distintas fuentes, sin evaluar, razonar, cuestionar y contrastar lo afirmado con la realidad, vamos a estar condenados a vivir una y otra vez todas nuestras frustraciones, como en un bucle despiadado e infinito.