Editorial

«J’accuse…!»

El relato como estrategia

César García Acosta

En unos días Julio María Sanguinetti presentará un nuevo libro: “¿Qué pasó en febrero de 1973?”

Espero con más ansiedad que el relato de los hechos, vislumbrar las resultancias que generará la contraposición de ideas entre quienes pretenden construir como agentes de la confusión, las repetidas contradicciones en los ámbitos de la educación formal y no formal, coincidiendo con los que han patrocinado desde siempre las producciones editoriales, de una sola tendencia, que empiezan a sentir los reparos voces como las de Sanguinetti que se les oponen a partir de la lógica de datos y no de relatos.

Pero tal es el riesgo que inflige una visión tan estereotipada de la intelectualidad uruguaya, que cuando se alza una voz discordante, como la suya, la izquierda preponderante, aquella que tiene sus más fieles voceros entre lo más rancio de la Udelar, cegados por la bronca de la contrahistoria, empiezan a sentir que la verdad le pone fin a la esencia de sus conductas. La historia reciente del país ya no les resulta un aliado incontrovertible.

No obstante, algunos adeptos al periodismo de opinión, pone su objetivo en la búsqueda de las debilidades de sus entrevistados: generan fallidas controversias, y asumen el tono y el efecto de la doctrina del «J’accuse…!» a la uruguaya.

Esto es lo que sucedió a partir de una entrevista radial a Sanguinetti de hace unos días sobre los hechos de febrero de 1973, cuando en la antesala de la dictadura el líder colorado brindó opiniones que hoy, 50 años después, pretenden hacerse ver como una contradicción histórica. En este se confrontan los dichos de Sanguinetti con sí mismo, como si lo que dijo se tratara de una crónica que necesita de fuentes cuando él mismo es la única fuente: le critican cambios en sus dichos cuando no se trató jamás de citas textuales sino de conceptos políticos.

La controversia planteada, en mi opinión, no es la falta de textualidad de alguna frase dicha hace 50 años, sino la falta de ajuste al contexto mediante una inapropiada exigencia de la técnica lingüística aplicada.

Por más que un programa seudo recreativo radial se estén recreando personajes para caracterizar ideologías, acusar a Sanguinetti de “reescribir su historia”, sin reparar en las técnicas del periodismo, resulta tan descalificador como la construcción de un escenario imaginado.

Yendo a los hechos y a los dichos del diario “La Opinión” de 1973, causa de este dislate, vale decir que Sanguinetti escribió una columna que conceptualmente -y en sus propias palabras-, referencia lo mismo que dice ahora en un libro de su autoría de reciente edición, con términos similares, aunque no textuales. Pero valiéndose de la ridiculización como instrumento de comunicación, le imputan “reescribir la historia” al no hacer una cita textual de sus propios dichos, como si importara entrecomillar sus propias palabras, sin advertir que eso habría procedido con cierta lógica de tratarse la fuente de otra persona y no de él, cuando el vocero es uno mismo en su relato vivencial. Las comillas –que no se observan en el libro que señalan la reescritura de la historia-, sirven para indicar que el escritor no debe ser visto como el responsable de ciertas palabras, sino como parte de un relato. De lo contario las comillas oficiarían como delimitantes de la cita textual.

Si lo que se dice pertenece a quien lo dice, no puede interpretarse lo contrario. Desdecirse es otra cosa y más que a la forma apunta a la sustancia: y Sanguinetti y su contexto subrayan, ratifican y sentencian que sin democracia no hay institucionalidad, tanto como que un presidente será tal sólo si existe la democracia. Y Bordaberry, en febrero como junio de 1973, se desapegó tanto de la institucionalidad republicana como de la mismísima democracia.

Por eso, no seamos ingenuos y convengamos que los problemas de los historiadores deberán resolverse en la academia, no en el periodismo.

Lo demás, todo lo demás, será cuestión de los relatos que deberán cuidarse mucho del dogma del «J’accuse…!».

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