Sin educación no hay República
Luis Marcelo Pérez
La justicia social no es una consigna. Es la base moral de la República. Supone que el Estado asuma su responsabilidad de corregir desigualdades estructurales y garantizar el acceso equitativo a los bienes comunes como la educación, la salud, el trabajo, la vivienda y la cultura. Así lo comprendió José Batlle y Ordóñez, quien hizo de la justicia social la misión civilizadora del Estado moderno. No buscaba la caridad, sino la justicia organizada. Por eso la educación, la cultura, la salud y los derechos laborales fueron concebidos como la infraestructura moral del Uruguay.
La justicia distributiva, desde Aristóteles hasta John Rawls, enseña que la desigualdad solo puede admitirse si mejora la situación de los más vulnerables. Batlle, sin recurrir al lenguaje académico, la llevó a la práctica. Su Estado benefactor, laico y democrático fue la versión latinoamericana más avanzada de esa justicia distributiva, orientada a redistribuir ingresos y poder para sostener la cohesión social y el desarrollo humano.
Hoy, frente al recorte presupuestario histórico en educación, cultura y Medios Públicos, esa tradición parece extraviada. Los autoproclamados defensores de la “justicia social” —que la transformaron en bandera discursiva y panfletaria— revelan con sus actos que su compromiso es puramente retórico. El presupuesto nacional 2026–2029 asigna a la educación recursos muy por debajo de lo solicitado por la ANEP, la UDELAR y la UTEC. Es un golpe directo a la equidad educativa y un retroceso en la justicia distributiva que tanto declaman quienes, desde el populismo, confundieron redistribución con clientelismo.
Mientras los discursos se llenan de palabras como innovación o inclusión, en la práctica se desfinancia a quienes sostienen el conocimiento del país. La UDELAR, con más de 140 mil estudiantes y 180 años de historia, recibe menos del 9% de lo que precisa. La UTEC, creada para democratizar la educación en el interior, ve asfixiada su misión fundacional. No es austeridad, es resignación, o peor aún, indiferencia ante la desigualdad que se perpetúa.
Hace dos meses presenté un proyecto de ley que crea la figura del Comisionado Parlamentario de la Educación, con el propósito de promover una evaluación seria, continua y técnica de todos los niveles educativos, incluida la UDELAR. El oficialismo, sin siquiera leerlo, me respondió que “si lo pongo sobre la mesa, me matan”. Esa frase, más que una anécdota, es un síntoma del miedo a transparentar resultados y a construir acuerdos. Sin diálogo ni evaluación no habrá transformación. Y sin transformación, la educación seguirá siendo rehén de intereses partidarios, no de un proyecto nacional.
Tampoco puede soslayarse el abandono de la cultura. Un país que olvida la cultura olvida su memoria, su identidad y su conciencia crítica. La cultura es la columna vertebral de una democracia viva y pensante.
La tradición batllista nos enseñó que gobernar no es administrar recursos, sino orientar el rumbo de la sociedad hacia la dignidad humana. Invertir en educación y cultura es invertir en libertad, en justicia social y en el porvenir de la República. Quien recorta el conocimiento, recorta la democracia, el progreso y la esperanza.
Es hora de encender nuevamente la llama cívica bajo aquella advertencia de Batlle y Ordóñez:
“En una democracia de verdad, el pueblo no debe conformarse con elegir a sus gobernantes, debe gobernar a sus elegidos.”