Todo depende
«del cristal con que se mira»
César GARCÍA ACOSTA
El abogado Luis Moreno Ocampo, exfiscal criminal que acusó y condenó a los militares golpistas en Argentina, dice en su libro «¿Cómo salir de la corrupción?», que para definirla hay que asumirla como lo que es, un simple hecho casi «paracultural». Si fuese una ecuación este experto la sintetizaría así: C = D + P – T (corrupción es igual a discrecionalidad, más poder, menos transparencia). La traba para evitar los excesos de poder, en su opinión, sólo se encuentra en la transparencia: sean plataformas informatizadas para rendir cuenta online, de lo que sea, o mediante observatorios de datos, la cuestión de fondo es poner fin a la «reserva» informativa como factor de protección. Sin embargo, la línea de hacer bien o mal las cosas, si se lo deja en manos de otros, como de un fiscal, por ejemplo, se corre el riesgo de hacer recer a «Catón el Censor», y hasta ser juzgado y sancionado por cumplir con un deber. Quedar en manos de un fiscal que juzgue una actitud política sobre todo ante la duda del reproche penal, es peligroso. Probar la inocencia nunca es lo mismo que probar la culpabilidad. Un proceso judicial es una cuestión de «fair play», de reglas del juego, donde la prueba debe ser inocntrovertible. Para lo demás rige la llamada Ley Campoamor, y todo será «según el color del cristal con que se mira».
A nadie escapa que la percepción de la realidad siempre depende del lugar desde donde se la mire. La diversidad es una suma de hechos muchas veces incontrastables.
Quizá sólo por eso valga para considerar que lo “paracultural” es un concepto dominante.
La cultura tiene rasgos que la identifican a un grupo social, y como tal, cada uno se comporta en su contexto viendo sólo lo que quiere ver. Lo “paracultural” es una referencia más de la cultura como sistema complejo de costumbres, conocimientos, creencias, valores y comportamientos que se transmiten de generación en generación.
Alguien, un político, por ejemplo, podría ser sancionado por la justicia, pero su gente lo seguiría como caudillo de sus propias ideas.
Es por eso, por lo que lo bueno y lo malo en nuestras vidas, siempre admite una amplia variedad de miradas.
Materialmente probar corrupción parece tan simple como probar un delito, pero no lo es.
A la hora de la verdad las dudas resultan muchas, y aunque las sociedades se sientan protegidas ante cualquier desliz, y sepan que lo prohibido expresamente por la ley y además tipificado con pena legal, es por sí mismo suficiente para llegar al juzgamiento sano de lo malo que se pueda haber hecho, en realidad, no lo es.
La corrupción no es tan sencilla de analizar, y menos aún de percibir en sus rasgos materiales. Por eso, a priori, distinguir entre “discrecional” y “arbitrario” parece ser un extremo adecuado que puede permitirnos perfilarnos con cierto grado de acierto -y sana crítica-, de todo aquello pasible de ser criticado por sobrepasar los límites que la ley otorgó para desempeñarse, por ejemplo, en la función pública.
La ley habilita la discrecionalidad del funcionario de manera nítida; pero lo que vaya más allá de eso habrá entrado en el terreno de la “arbitrariedad”, y lisa y llanamente esa actitud podría encuadrar en una lista de delitos que están muy definidos por la ley uruguaya.
Alcanzaría para una correcta composición de lugar saber percibir que el límite entre lo “discrecional” y lo “arbitrario”, sólo está en conocer bien las competencias y atribuciones tanto de la organización a la que se pertenece, como las del propio funcionario.
Si el foco del tema estuviese sobre un policía, por ejemplo, alcanzaría con saber que su ámbito es el de la ley y el orden público, y que tan solo eso facultaría, por ejemplo, a pedirle la cédula a un ciudadano en la calle. Pero lo que resulta inadmisible es que el policía para pedir la cédula apelase a su arma para amenazar con ella. Eso sería un delito.
Los hechos siempre configuran razones en sí mismos, y seguramente si están bien encauzadas las causas judiciales, ellas, por sí mismas, serán quienes ubiquen las cosas en su sitio, dejando expuesto a aquellos que traspasaron los límites admisibles creyendo que su sola designación en un cargo político les otorga potestades que a nadie están reservadas.
Y como somos una república, la división de poderes públicos y los deberes y derechos ciudadanos resultan irrenunciables.
“Dentro de la ley todo, fuera de la ley nada” reza la máxima universal, y en su contexto la contracara del proceso acusatorio que nos rige apenas supone una signatura con una marca a fuego: la acción fiscal conlleva responsabilidades connaturales al cargo que se ejerce, y que son el significado de su investidura. Esto hace de los fiscales funcionarios más responsables que el resto de los servidores públicos.
Un fiscal no es un policía con un arma; es un ciudadano con un poder mayor cuya facultad de indagatoria lo pone al límite de la libertad. Su labor es la punta del proceso acusatorio, por lo que debe evitar, sin vacilar, ser responsable de no afectar el honor de otros mediante acciones que provoquen el desprestigio y la negación.
Todos somos parte de la misma república, y todos estamos comprometidos con el estado de derecho.
Ni los unos ni los otros podrán apalancar al país si lo que prima son los intereses individuales ante los generales de la población.
Y las instituciones no son cosa ajena a esta realidad, ni sus funcionarios queridos por todos como si fueran una son “moneda de oro” para que todos los quieran.
La gran duda que se levanta cuando alguien mediático cae preso, es cuando el que juzga no es el pueblo en la urna, sino un fiscal en un juzgado.
Los cargos imputados al exintendente de Soriano después de años de investigar derivaron en su prisión preventiva domiciliaria. Aún no fue condenado por lo que la presunción de inocencia aún lo protege, pero nadie escapa de la compleja percepción de un fiscal analizando una actitud política, y aunque todo deberán probarse en un juicio, ya hay un juzgamiento natural imposible de eludir.
El riesgo es -a esta altura de los acontecimientos-, que el estado de opinión pública se complejice.
El remedio jamás debe ser peor que la enfermedad.
La llamada Ley Campoamor data de 1846 y es parte del poema titulado «las dos linternas»: y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira /todo es según el color / del cristal con que se mira».