Ahora Javier Milei es la política y el poder
Washington Abdala
En el mundo de la ciencia política se sabe que no siempre sucede lo lógico o lo ideal, casi siempre acontece lo posible. El 55,70% de Javier Milei ante el 44,30% de Sergio Massa refleja eso. Lo lógico tiene que ver con respuestas matemáticas, lo ideal generaría respuestas ante modelos ficcionales, lo posible es lo único real. En América, un dato de color, no hay encuestadora que acierte proximidades sobre los resultados electorales. Algo pasa y es severo el fracaso de las encuestadoras en todo el continente. Ya no es casualidad la enorme dificultad de pronóstico que tienen, causa estupor.
Los balotajes no nacieron como una opción binaria -exclusivamente- para disparar un desempate hacia el poder, esa es la versión simplificada del tema. Su concepto histórico, además de decidir entre los dos líderes con mayor respaldo electoral en una comunidad, en realidad busca afianzar grandes conglomerados (familias ideológicas, coaliciones, representaciones horizontales o como se guste en llamar) a los efectos de solidificar el rol de los partidos políticos y mejorar la calidad de la representación del que gana. Esa es la historia completa.
Los gobiernos que no cumplen con las expectativas que se les depositaron, en general dentro del formato de las democracias, ante la instancia electoral son relevados de sus funciones, así opera la alternancia democrática y así ingresa una nueva fuerza política al poder. Esto no tiene demasiada novedad, es lo que sucede cuando quien tiene el poder no satisface al ciudadano en sus reclamos. No se renueva la confianza.
El balotaje es funcional para manifestar “portazos” porque ya se pasó por el primer voto con el corazón en la primera vuelta y se pasa al voto pragmático en la segunda. Eso fue lo que se vio con la victoria de Javier Milei, el portazo de la gente ante una gestión que no satisfizo y el depósito de confianza ante lo nuevo.
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En América, en más de 15 oportunidades eso fue también lo que ocurrió con los gobiernos con o sin balotaje. De un signo político u otro. Excepto el caso de Paraguay, que continúa el mismo poderoso partido político en el poder, el resto han sido alternancias, enojos contra los gobiernos y pendular hacia opciones distintas. Los oficialismos dejan de serlo, los mandan para sus casas. Un dato: los que ingresan al poder casi no tienen luna de miel, al otro día de alcanzada la victoria opera semejante exigencia ciudadana. La política delivery llegó para presionar al sistema, dato del mundo contemporáneo. No hay tiempo para empezar a hacer lo correcto, se exige efectividad rápida.
El caso argentino, además, fue algo atípico: el ministro de economía-candidato logró -en cuanto candidato presidencial- en base a sus atributos personales producir una postura que parecía alejarlo del gobierno que integró (con indicadores de pobreza e inflación alarmantes), hizo operativa una distancia con la líder simbólica y fáctica del Kirchnerismo hasta el final, y así se ubicó en un territorio narrativo propio que supo alimentar con habilidad florentina. Locuaz, sigiloso y sistemático, aplicó un método de acumulación de poder, logrando calafatear su nave política (no el gobierno) con elementos que parecían novedosos para una embarcación con enormes dificultades de navegación.
Javier Milei strictu sensu no fue un advenedizo neto como muchos creyeron ver (hace más de diez años que deambula por los medios masivos instalando su discurso liberal en un hábitat donde la política se desarrolla en la posmodernidad actual y penetrando las redes sociales de forma consistente). Es cierto, su irrupción en la política pura y dura tiene apenas dos años (en cuanto parlamentario) pero antes -como “standupista televisivo” dijera su derrotado contendor- supo advertir el nicho de la insatisfacción con la política (“la casta tiene miedo”) el enojo con la inflación, la depreciación de la moneda argentina ante el dólar (por eso la insistencia con la “dolarización” a manera de pelea contra el exceso de gasto público y el orden fiscal), la enorme pobreza incremental y algunos planteos extravagantes.
En realidad, esto último se podría pensar -con el diario del lunes- que fue una táctica de Javier Milei procurando ser fiel al liberalismo y buscando introducir dentro de ese envoltorio casi todo lo que anda por la vida, mientras procuraba -a la vez en base a esos extremismos de posicionamiento ideológico- mejorar la atención ciudadana (asunto no menor cuando se salta de la nada a la política total sin infraestructura partidaria). Estos movimientos casi le cuestan su victoria (la venta de órganos fue un ejemplo de esto) pero sin ellos no hubiese existido semejante volumen en cuanto protagonista absoluto.
Javier Milei era rehén de su propio extremismo, pero era hijo dilecto del mismo. Sus atributos lo hacían emerger, pero si ellos se hiperbolizaban lo destruían. No fue lo que pasó. El presidente electo se ganó a sí mismo.
En los hechos, a medida que avanza una campaña electoral, los espectadores-ciudadanos van especializando su capacidad de entender, interpretar, intuir y decodificar a los candidatos. La fragilidad de Javier Milei en los debates contrastaba con su elocuencia y vivacidad en actos públicos. La voz ronca impostada como acting en los discursos se iba desvaneciendo ante un debatiente inexperto y absolutamente naife.
Esa condición de naife también lo salvó, lo ubicó en la realidad y lo desnudó, potenciándolo. El otro contrincante era un discípulo fiel de Cicerón y Maquiavelo, mientras Milei resultó ser un fogoso luchador frontal con ideas firmes, pero sin tretas, ni picardías. Lo transparente y directo le ganó a lo táctico. Perdiendo debates en el ringside se los puede ganar en la tribuna. Vieja premisa que debería conocerse siempre, sin embargo, se veía lo contrario sin mirar al ciudadano.
La campaña negativa no funcionó. El constante erosionar y friccionar a Javier Milei con parte de sus dichos (muchos originales) y el permanente desmerecimiento a nivel de calle (pintadas, afiches y redes sociales) fungió exactamente al revés. La gente se asfixia de la negatividad. Resultado: la revolución silenciosa de los más jóvenes que a la prepotencia le contestaron con su respuesta en las urnas. Los datos están allí.
No es cierto entonces que en todos lados la “crisis narrativa” de la que habla Byul Chul Han se impone (vivimos un tiempo posnarrativo donde nada narra, dice el filósofo), en todo caso hay un cierto tipo de narrativas que se agotan por sus particularidades en cada lugar del planeta. Las narrativas son las filosofías de vida de cada tiempo, es solo cuestión de advertirlas y respetarlas. No corresponde generalizar entonces porque lo de Argentina claramente fueron dos relatos fuertemente contrapuestos, dos narrativas y una de ellas logró emerger.
Javier Milei parece emblematizar la Argentina que no quiere aspirar a ser corporativa y extrema con un papel del Estado como protagonista central del devenir colectivo controlándolo todo. Javier Milei afirma que “dentro de la ley todo y fuera de la ley nada” y habla de que “no hay lugar para el gradualismo”.
Javier Milei, es cierto, ya no podrá hablar mal de la política, pues por ella y ante ella alcanza el máximo honor que un ciudadano nativo de un país puede concebir: conducir políticamente los destinos de su nación y afianzar un concepto de estabilidad (y cohabitación necesaria) que se requiere para el tiempo que ingresa. Ahora Javier Milei es la política. Fin del debate.
Ganó en buena ley, es -paradójicamente- el nuevo rey de la casta ahora, sería deseable que la sepa orientar y sobre todo, que el ciudadano que lo votó (y los otros también) encuentren en su entrega lo que están anhelando: alcanzar certidumbres para producir confianza en el país, orientar un gobierno probo y sacar al país de la oscuridad económica en la que ha vivido.
Si la tentación de lo menor del poder se deja de lado (desafío complejo para los mortales) Javier Milei puede encontrar más de lo que vino a buscar y ayudar de manera superlativa a su país.
Los pueblos nunca se suicidan, los matan los malos gobernantes. Los pueblos están ávidos de alcanzar buenos tiempos y felicidad colectiva. Si el gobernante está a la altura de las circunstancias alcanzará metas en su recorrido. Si resulta un personaje menor, siempre se puede estar peor.