Argentina en el espejo
Fátima Barrutta
La sociedad argentina está en una olla a presión: inflación desbocada, aumento de la pobreza a niveles extraordinarios, crisis política… Los uruguayos nos miramos en ese inquietante espejo y tenemos que admitir, guste o no a la oposición, que nuestra realidad es bien diferente y promisoria, más allá de los lógicos coletazos producidos ayer por la pandemia y hoy por la invasión rusa a Ucrania.
En algo todos los analistas están de acuerdo: Uruguay es ejemplo a nivel regional, pero esta crisis argentina no le sale barata. Más allá de que la dependencia exportadora del país hermano ha descendido y que hemos recibido inmigración de talento y capital procedente de allí, lo cierto es que nunca nos servirá que a los argentinos les vaya mal, siempre nos impactará negativamente, en mayor o menor medida.
Ahora bien: cuando hablamos de mirarnos en el espejo argentino, tampoco lo hacemos meramente para satisfacernos de la conducción política y económica que nos enorgullece. Lo proponemos principalmente para analizar las causas de la decadencia de ese país y tomar nota de ellas, para no caer en sus mismos errores y cuidar la estabilidad alcanzada con esfuerzo y contra viento y marea.
Seguramente politólogos y economistas tendrán mucho que decir sobre dichas causas.
Por mi parte, me limitaré a recortar una pequeña anécdota de su realidad, que entiendo expresa de manera contundente la tragedia que están atravesando.
Me crucé con un breve video en redes sociales, en que una periodista de televisión del país hermano entrevista en plena calle a una mujer que está manifestando contra el gobierno. Vean lo que responde esa persona: “Si la plata no alcanza para nada y los planes sociales los están cerrando, ¿qué quieren?, ¿que trabajemos de 8 de la mañana a 5 de la tarde por la misma plata que nos paga el plan social? Nos quieren mandar a trabajar a la calle y eso no es justo, porque toda la vida vivimos trabajando de esto”.
Para esta señora, “trabajar de esto” es simplemente recibir el famoso plan social, o sea que no se trata de trabajar en realidad, sino de ser beneficiario de un subsidio que debería ser de emergencia y no constituirse en un ingreso estable y duradero a través de los años.
Ella dice que lo viene recibiendo “de toda la vida” y ahora está indignada porque (acuerdo con el FMI mediante), el gobierno se ve obligado a cortar esos planes. Para ella “trabajar de 8 de la mañana a 5 de la tarde” por la misma plata que recibía hasta ahora por no hacer nada, es una injusticia. ¡Y vaya si tiene razón, desde su propia óptica! La acostumbraron a ser mantenida por el Estado y ahora no entiende por qué ese beneficio se desvanece ni qué hizo ella para merecerlo.
Seguramente nadie le explicó que lo que ha estado cobrando por no hacer nada no es plata caída del cielo: ha sido financiada por contribuyentes que debieron trabajar duro para ganarla y pagarla al Estado en forma de impuestos. ¿Entienden por qué es tan bien recibido en Argentina el discurso liberal extremista de Javier Milei? Porque sobre todo la clase media y la gente joven están hartas de esa política sistematizada de convertir los planes sociales de emergencia en egresos permanentes, destinados a comprar el voto ignorante de grandes masas intencionalmente pauperizadas.
Algo similar pasó en Uruguay con la masividad de los planes del Mides ejecutados por los gobiernos anteriores.
Recuerdo que por el año 2005 al 2007 se trató de implementar con AFE, un llamado para contratar beneficiarios del Mides para carpir las vías férreas de distintos puntos del país, si bien la Secretaría de Estado se esforzaba para anunciar con bombos y platillos el supuesto éxito de la convocatoria; lo real fue que la falta de interés de los beneficiarios hizo fracasar el programa; Ellos también se habrán preguntado en ese momento qué sentido tendría ganar la misma plata trabajando de sol a sol.
La respuesta no está en cortar la ayuda del Estado a los más vulnerables.
La verdadera solución al problema consiste en que el gobierno la otorgue como emergencia y no como regla general e inamovible, y en paralelo estimule con obras y con educación el verdadero salvataje social y ético de cualquier sociedad: la cultura de trabajo.
Y la respuesta a esto en Uruguay tiene nombre propio y se llama Batllismo.
No es el sálvese quien pueda de Milei: un corte brusco de las ayudas que implique un reajuste económico brusco, favoreciendo el individualismo y dejando un tendal de víctimas entre aquellos que no están en condiciones culturales de adaptarse a las nuevas reglas.
Es un Estado presente allí donde tiene que estar, generando oportunidades de trabajo y premiando el esfuerzo personal y familiar, tanto a nivel laboral como educativo, en lugar de fomentar el pobrismo.
Es, en suma, lo que diferencia al Batllismo humanista del socialismo, ese sistema político que ha sido definido con ingenio como aquel en que “todos son iguales, pero algunos son más iguales que otros”.
La sociedad de competencia de los ultraliberales es un campo de batalla donde sobreviven los más aptos; los batllistas no queremos eso. La sociedad igualitarista de los marxistas es un campo raso donde el hombre se masifica y queda subordinado a una casta gobernante autoritaria llena de privilegios. Tampoco queremos ese extremo.
El único camino es el de la libertad con sensibilidad social.
El de un Estado que no se limite a proteger al más débil, sino que además le infunda valores de convivencia y superación.
El Uruguay que diseñó y ejecutó Batlle y Ordóñez hace más de un siglo, y que hoy explica nuestra singularidad de progreso en el incierto contexto latinoamericano.