Historia

Batlle y Ordóñez 94 años después

Leonardo Guzman

Había desempeñado la Presidencia de la República entre 1903 y 1907 y entre 1911 y 1915. Y había presidido el Consejo Nacional de Administración en 1921 y en 1927. En sus exequias fue despedido con los máximos honores, respetado hasta por quienes lo combatían por su gestión, por sus ideas y por su prédica, que le dio alma y nervio al diario que fundó en 1886, El Día.

Su tiempo pasó, pero su lugar en la historia del pensamiento nacional le está garantizado no solo por lo que hizo y sostuvo por sí mismo, sino por lo que supo liderar y lo que supo transar para dotar al país de una paz republicana fundada en la libertad y la legalidad. Al comienzo de su primer gobierno, en 1904, le incumbió enfrentar la Revolución en que Aparicio Saravia entregó su vida en campos de Masoller. Y supo cerrar esa página ensangrentada con un mensaje propio de un gobernante con conciencia:

“Hagamos votos porque este dolor sea para nosotros una gran lección; porque no dirimamos ya nuestras cuestiones en los campos de batalla, porque las dirimamos siempre alrededor de las urnas (…). Acompañadme a dar un viva a los soldados de las instituciones… a dar un ¡hurra! tan doloroso como entusiasta por los que han caído en su defensa… y a deplorar la suerte de los que luchando por lo que ellos creían en un ideal patriótico, que han caído también, extraviados en el no siempre claro camino del deber.”

Es tradición hasta ahora que a Batlle y Ordóñez se le impute la generalidad de los bienes y los males de su época y las que lo siguieron, como si hubiera sido un gobernante sin frenos, cultor del unicato. Lejos de eso, fue nada menos que el presidente que, en los Apuntes de 1913, lanzó la iniciativa de suprimir la presidencia de la República y reemplazarla por un régimen colegiado según el modelo suizo: eso no lo propone un gobernante omnímodo -como se escribía hace un siglo-, ni un totalitario o populista como decimos hoy.

En realidad, a Batlle le correspondió actuar y gobernar en un Uruguay henchido por la alta inspiración de una pléyade de talentos originales, que no forjaban su pensamiento recocinando los dictámenes de turistócratas internacionales y que, en cambio, se atrevían a volar en imaginación, a fecundarse en la acción práctica y a arriesgar su destino político por defender convicciones -sin encargarle la imagen a marketineros electorales de alquiler.

Derrotado el 30 de julio de 1916, la Constitución de 1918 sentó principios que están incorporados a los sentimientos ciudadanos por encima de los partidos: la separación del Estado y la Iglesia; la existencia de un patrimonio industrial y comercial del Estado manejado por entes autónomos; la despersonalización del poder administrador; el voto universal…

Todo ello, en el clima reformador y humanista del Uruguay que en su legislación social se adelantaba a los países más avanzados de Europa.

Todo ello, sí, a partir de una concepción no atea sino deísta, fraternal y no en guerra de clases, espiritualista y no materialista, con fe en el pensar y el discurrir, sin la charanga demagógica que hoy asfixia la aptitud ciudadana para erigirse en protagonista, según manda la Constitución y exigen las penurias morales en que venimos enzarzándonos.

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