Política nacional

Bienvenidos a Wokeland

Ricardo Acosta

Durante décadas, Disney fue sinónimo de magia, de historias que trascendían generaciones y lograban cautivar tanto a niños como adultos. Los personajes, construidos con esmero, se convirtieron en íconos de la cultura popular, y cada estreno era un evento global. Sin embargo, en los últimos años, la compañía ha transitado un camino distinto, dejando atrás la esencia que la convirtió en el gigante del entretenimiento. Bajo la bandera de la diversidad y la inclusión, Disney ha caído en la trampa de la cultura woke, una ideología que ha pasado de ser una lucha legítima por derechos civiles a una imposición ideológica que destruye la esencia de las historias en nombre de la corrección política.

El término woke proviene del inglés y originalmente significaba «estar despierto» (wake). Se popularizó en el siglo XX dentro de la comunidad afroamericana de Estados Unidos como una advertencia para mantenerse alerta ante la injusticia racial. Sin embargo, con el paso del tiempo, el concepto dejó de estar exclusivamente ligado a la lucha por los derechos civiles y se convirtió en una ideología progresista extrema que busca «corregir» todo lo que considere problemático en la sociedad. Hoy, ser woke ya no significa simplemente defender la justicia social, sino imponer una visión del mundo que busca reescribir el pasado y modificar el presente según sus propias reglas.

Las nuevas versiones de clásicos como La Sirenita, Blancanieves y Peter Pan han sido el epicentro de la polémica. La elección de actores en estos remakes no ha respondido a criterios artísticos ni narrativos, sino a una agenda que busca encajar dentro de los estándares de lo que hoy se considera políticamente correcto. En el caso de Blancanieves, la elección de Rachel Zegler desató un debate no solo por el cambio en la apariencia del personaje, sino también por sus propias declaraciones, en las que descalificaba la historia original como «anticuada y machista». La Sirenita enfrentó críticas similares cuando se optó por Halle Bailey en el papel de Ariel, desatando una discusión que poco tenía que ver con la calidad de la película y mucho con la decisión de modificar la identidad de un personaje icónico solo por el afán de demostrar diversidad.

En Peter Pan y Wendy, Disney convirtió a los Niños Perdidos en un grupo inclusivo donde hay niñas, lo que contradice la esencia del cuento original de J.M. Barrie, donde Peter Pan se rodea de niños porque «las niñas son demasiado listas para perderse». En este caso, la decisión no tiene sentido dentro de la propia lógica del relato, pero eso no parece importar cuando el objetivo es cumplir con cuotas de representación.

La cuestión aquí no es la inclusión en sí misma, sino la forma en que se ha implementado. Disney no ha optado por crear nuevas historias con personajes diversos, con tramas que realmente reflejen las distintas realidades del mundo actual. En su lugar, ha preferido reescribir sus propias historias, cambiar personajes ya establecidos y forzar una representación que termina sintiéndose artificial. No se trata de un esfuerzo por enriquecer la narrativa, sino de una estrategia para evitar críticas de ciertos sectores y cumplir con una agenda que cada vez se aleja más del entretenimiento y se acerca a lo panfletario.

El público no es ingenuo y ha reaccionado en consecuencia. Películas como Lightyear y Elemental han tenido desempeños mediocres en la taquilla, y los estrenos live-action han sufrido reacciones mixtas que afectan la imagen de la compañía. No porque el espectador sea intolerante, sino porque lo que busca en una película infantil es la historia, la emoción y la conexión con los personajes, no una lección de moral impuesta a la fuerza. La audiencia quiere ver la esencia de los clásicos respetada, no un discurso ideológico disfrazado de entretenimiento.

Incluso dentro de la industria, hay quienes han cuestionado este camino. John Musker, codirector de la versión animada de La Sirenita, expresó su preocupación por cómo los remakes han sido guiados por una agenda política más que por la narrativa. Esto no es menor, porque demuestra que incluso quienes han formado parte del corazón de Disney advierten sobre el rumbo erróneo que ha tomado la compañía.

La salida de Latondra Newton, exdirectora de diversidad de Disney, es otro indicio de que la estrategia no ha funcionado como se esperaba. La empresa apostó fuerte por una política de inclusión que, en la práctica, no ha logrado el impacto positivo que se buscaba. Si el objetivo era expandir la audiencia, el resultado ha sido el contrario: una división cada vez mayor entre quienes defienden esta «evolución» y quienes sienten que se ha perdido la esencia de las historias.

Disney ha olvidado lo más importante: la magia de sus películas no residía en la identidad de los personajes, sino en la historia que contaban. La Bella Durmiente no era solo una princesa dormida esperando un beso; era un cuento sobre la lucha entre el bien y el mal, sobre la perseverancia y el amor verdadero. La Sirenita no solo soñaba con ser humana; representaba el deseo de explorar lo desconocido, de ir más allá de los límites impuestos. Cambiar la apariencia de los personajes o forzar mensajes modernos en historias del pasado no las hace más relevantes, sino que las despoja de la atemporalidad que las hizo especiales.

El problema con la cultura woke es que no busca crear, sino modificar lo existente para adaptarlo a sus exigencias. No le interesa construir nuevos relatos, sino reescribir los que ya existen para alinearlos con su ideología. Y lo hace sin importar si eso destruye la esencia de las historias.

El cine no necesita ser un campo de batalla ideológico. Los niños no van al cine para recibir lecciones sobre inclusión o diversidad forzada; van para soñar, para reír, para emocionarse con mundos que los transportan a lugares mágicos. Si Disney sigue por este camino, corre el riesgo de perder a su público más fiel, a esas generaciones que crecieron con sus historias y que ahora ven cómo la compañía que una vez los hizo soñar se convierte en una maquinaria de propaganda disfrazada de entretenimiento.

La magia no se impone. La magia se siente, se vive, se transmite a través de historias bien contadas, con personajes que trascienden el tiempo y las modas. Es momento de que Disney lo recuerde antes de que sea demasiado tarde.

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