Castillo de naipes
Fátima Barrutta
En estos días se ha escrito mucho sobre la crisis institucional de Perú. No hay duda de que al expresidente Pedro Castillo el cargo le quedó grande.
Llegó al poder aprovechando un gran descontento popular, debido tanto a la inestabilidad política del país como al impacto económico y social que ejerció la pandemia.
Pero entre las graves denuncias de corrupción y un proceder errático, demostrativo de una sorprendente ignorancia, su destitución no demoró en procesarse.
En una voltereta farsesca, intentó decretar un estado de excepción que no fue otra cosa que un intento de golpe de Estado. Pero ni siquiera fue apoyado por las fuerzas de seguridad del país, lo que concluyó en una ignominiosa destitución y detención.
La telenovela de que habría sido drogado para anunciar ese golpe, no hizo más que acentuar el carácter bizarro de toda la jugada.
Mirando este fenómeno a la distancia y desde un país institucionalmente estable como el nuestro, se pueden sacar varias conclusiones.
En primer lugar, la trágica carencia de cultura cívica que permitió que un hombre sin experiencia ni formación política alcanzara la primera magistratura.
Durante la campaña electoral se viralizaron videos de entrevistas a Castillo, en los que demostraba que no tenía la menor idea de las más elementales definiciones de la economía.
Por eso, resulta exagerado el punto de vista de los gobiernos y grupos que integran el Foro de San Pablo, y sus teorías conspirativas de que él habría sido derribado por las “élites económicas de la derecha”.
Es siempre la excusa de quienes defienden lo indefendible, pregonando lo mismo en apoyo de Maduro y Ortega, o disparatando con que el desastre social y económico que vive Cuba se debe pura y exclusivamente al bloqueo de Estados Unidos.
Pero si bien la inexperiencia y el diletantismo de Castillo fueron inexcusables, esto no lo explica todo.
Hay que tener en cuenta la extrema fragilidad institucional de Perú, que paradójicamente, corre paralela a un buen desempeño económico de su sector privado.
Desde que un ignoto Alberto Fujimori, con un partido inventado, le ganó la presidencia nada menos que a Mario Vargas Llosa y derrotó a la guerrilla de Sendero Luminoso, se produjo una escalada autoritaria y de corrupción de la que el pueblo peruano todavía hoy no parece poder salir, como un karma.
Ya son varios los presidentes que no pudieron terminar su mandato y fueron procesados. Arrinconado por denuncias de corrupción, el dos veces presidente Alan García llegó al extremo de quitarse la vida.
¿A qué se debe tanta inestabilidad recurrente?
Pensar que esto ocurre solo por la mala elección de los mandatarios resulta ingenuo.
No hay duda de que la crisis política peruana nace de su atomización partidaria.
A diferencia de lo que ocurre en nuestro país, allá dejaron de contar con partidos fundacionales que encauzaran la adhesión de grandes mayorías ciudadanas.
Aquello que tantas veces hemos escuchado a compatriotas de izquierda, en el sentido de despreciar a los partidos Colorado y Nacional como forma de promover un cambio, con el ejemplo de Perú se desmiente solo.
Fueron los partidos fundacionales, con su fortaleza y estabilidad, los que cimentaron y consolidaron la democracia en el país, solo interrumpida por dos apartamientos del orden constitucional en todo el siglo XX. Son los mismos partidos fundacionales que siguen concitando la adhesión ciudadana y acaban de demostrarlo con sus exitosas elecciones juveniles.
Nunca queda tan clara la dañosa falsedad de aquella frase de Fidel Castro, cuando decía que “el pluripartidismo es la pluriporquería”.
Los partidos únicos son sinónimo de totalitarismo, opresión y miseria.
Pero por otra parte, los partidos ocasionales y personalistas, que crecen como hongos y se disuelven como vapor, obstaculizan el desarrollo de la cultura cívica y, con ello, ponen a la democracia en una permanente cuerda floja.
Que la penosa lección de Perú, donde la institucionalidad se derriba tan fácil como un castillo de naipes, nos sirva de ejemplo para defender a nuestros partidos históricos, constructores de estabilidad y progreso.