Política nacional

El derecho a elegir

Ricardo Acosta

Cuando la vida duele, la libertad también debería estar presente. La madrugada del 13 de agosto dejó una marca en la historia legislativa del país. Con 64 votos a favor y 29 en contra, la Cámara de Diputados aprobó la media sanción de la ley que habilita la eutanasia, un proyecto que durante años pareció inalcanzable en una sociedad que, pese a su tradición liberal en derechos, todavía guarda arraigos culturales difíciles de mover. Uruguay, que alguna vez fue pionero en el divorcio, en la interrupción voluntaria del embarazo y en el matrimonio igualitario, se encamina ahora a dar otro paso que lo coloca en el centro del debate regional: reconocer el derecho a morir dignamente.

Este proyecto no nació de un día para el otro. Hace más de cinco años, cuando el tema apenas se asomaba en la conversación pública, el entonces diputado Ope Pasquet lo presentó. Hoy, tras un largo camino de comisiones, discusiones éticas y resistencias, su iniciativa avanza en firme. Y no es menor que sea un legislador colorado quien haya liderado este proceso: el Partido Colorado, históricamente vinculado a las libertades individuales, demuestra aquí coherencia de principios. La autonomía personal no puede frenarse a mitad de camino cuando se trata del acto más trascendental de la vida: la muerte.

Conviene aclarar algo: la ley no abre la puerta a un terreno sin control, como algunos intentaron instalar. Al contrario, establece un procedimiento riguroso, lleno de garantías, para evitar abusos. Solo podrán acceder personas mayores de edad, en pleno uso de sus facultades, que sufran enfermedades incurables, irreversibles o terminales, con padecimientos insoportables. La decisión deberá ser personal, por escrito, confirmada ante el médico tratante y respaldada por una segunda opinión independiente. Si hay discrepancias, intervendrá una junta médica. Todo bajo supervisión del Ministerio de Salud Pública, con posibilidad de retractarse en cualquier momento y un sistema de control posterior que asegure transparencia.

El debate no es fácil, ni debería serlo. La eutanasia toca fibras profundas: valores, creencias religiosas, concepciones culturales sobre la vida y la muerte. Pero una democracia adulta no puede esquivar preguntas incómodas. ¿Quién tiene derecho a decidir sobre el final de una vida? ¿El Estado, que regula todo, pero no siente el dolor? ¿Una doctrina religiosa, respetable, pero que no puede ser obligatoria para todos? ¿O la propia persona, que carga con la angustia de una existencia que ya no reconoce como suya?

Aceptar la eutanasia no es promover la muerte. Es reconocer que la vida, cuando se convierte en un tormento irreversible, no debería transformarse en condena. Es un acto de compasión y, sobre todo, de respeto por la libertad, la misma que defendemos en otros ámbitos. Nadie estará obligado a elegirla, pero quien la reclame con plena conciencia debería tener el derecho de hacerlo sin culpa, sin clandestinidad. Con la certeza de que la ley lo ampara y no lo persigue.

Quienes hemos acompañado procesos así sabemos que no se trata de un tema teórico. Es dolor, es desgaste, es ver cómo la dignidad se va perdiendo. Y en medio de eso, ¿cómo no preguntarse por el derecho a elegir?

Ahora, el proyecto llega al Senado. Todo indica que habrá un tratamiento ágil y, si se cumple lo previsto, un resultado favorable antes de fin de año. Si eso ocurre, Uruguay volverá a marcar un camino en América Latina. No por capricho ideológico, sino por la convicción de que la dignidad humana no termina cuando la vida duele: termina cuando ya no se permite elegir cómo y cuándo ponerle fin. Y tal vez este sea el paso más noble que podamos dar como sociedad.

Porque elegir cómo vivir hasta el final no es un privilegio, es un derecho que nos define.

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