El diablo viste a la moda
En la política contemporánea mundial, se observan señales claras de un declive en la calidad democrática en muchos países. Este fenómeno alarmante responde en gran parte a la irrupción de líderes con tendencias autocráticas o con niveles crecientes de autoritarismo en sus estilos de gobierno y en sus políticas públicas. Dicho patrón tristemente no es nuevo. Se asemeja a aquel que el mundo presenció en la década de 1930, época en la que los sistemas democráticos comenzaron a erosionarse bajo el peso del populismo y la autocracia.
Este resurgimiento del autoritarismo tiene raíces similares a las de antaño. Una de las principales es el creciente descreimiento en los políticos tradicionales, quienes en su afán por conservar el poder y proteger los privilegios que este conlleva, parecen haber dejado de lado los intereses nacionales y el bienestar de sus ciudadanos. Esta desconexión entre la clase política y las necesidades del pueblo ha desencadenado una pérdida de confianza en la democracia como el sistema más justo, eficiente y adecuado para la gobernanza de las naciones.
La ineficiencia de la política tradicional para resolver problemas críticos ha exacerbado determinantemente este descreimiento. En muchos países, la inflación ha afectado gravemente la capacidad de consumo de las familias, la criminalidad ha aumentado a niveles exacerbados y fuera de control, y los niveles de corrupción se han disparado a razón exponencial, infectando todo el entramado del quehacer institucional y pudriéndolo desde las propias entrañas de su tejido burocrático. Además, la virulencia con la que muchos se enfrentan los actores políticos, priorizando sus rencillas menores en lugar de coordinar políticas de estado en beneficio general, ha incrementado el descontento de la ciudadanía.
Ante este panorama, una porción creciente de la ciudadanía parece dispuesta a aceptar pasiva y hasta complacientemente la centralización del poder, lo que facilita a los gobernantes ejecutar políticas de forma expeditiva y con menos controles por parte de los organismos estatales. No obstante, esta inclinación hacia el autoritarismo naturalmente socava los sistemas republicanos de gobierno y los frenos y contrapesos necesarios para garantizar los derechos individuales. La historia muestra que muchos líderes inicialmente electos mediante procesos democráticos, terminan alejándose de la democracia y transformándolas en autocracias evidentes.
Ejemplos de esta tendencia autoritaria contemporánea y mundial se encuentran en figuras como Javier Milei en Argentina, Donald Trump en Estados Unidos, Nayib Bukele en El Salvador, Nicolás Maduro en Venezuela, Recep Tayyip Erdoğan en Turquía, Viktor Orbán en Hungría y Vladimir Putin en Rusia. Estos líderes representan una nueva ola de gobernantes que han promovido el autoritarismo y la centralización del poder, rememorando muchos regímenes del pasado y poniendo en riesgo la estabilidad y libertad que creíamos ya aseguradas.
En contraste, Uruguay destaca como un bastión de democracia sólida. Con alternancias en el poder que ocurren de manera natural y pacífica, y con partidos políticos fuertes y dialoguistas, nuestro país ha logrado preservar su institucionalidad democrática y el respeto por las reglas de juego. A pesar de los desafíos y limitaciones que puedan enfrentar nuestros líderes actuales, estos igualmente conservan un nivel de decoro y respeto hacia las instituciones que contribuye a la estabilidad democrática.
Por tanto, y ante las amenazas emergentes para las democracias en todo el mundo, es fundamental que el Uruguay continúe fortaleciendo su sistema político. Hoy, y quizá más que nunca, es imperioso entonces promover soluciones comunes y políticas de estado que trasciendan las diferencias partidarias y respondan a las necesidades generales de la ciudadanía. Si se sigue por este camino, la democracia uruguaya aún sólida y vibrante, podrá resistir el embate del autoritarismo de moda y mantener intactos sus valores republicanos y democráticos históricos; manteniéndose así fiel a su tradición liberal, erigida principalmente sobre la matriz filosófica batllista que, hasta hoy, nos atraviese y enorgullece como nación.