Editorial

El FA y una política llamada … “enchastre”

César García Acosta

Montevideo, 1968 como podría ser 2021. Tarde noche gris, húmeda y con un ligero viento que llega desde el sur. Todo presagia como -casi siempre- una sensación continua de desasosiego e incertidumbre en lo social como en lo político.

El edificio de la Universidad sobre `18 de julio´ esta ocupado por estudiantes.

Escuchar hablar de “tiras y bolches” resultaba frecuente.

Los boliches, uno en cada esquina de las centralidades barriales, albergaban complicidades comprometidas a partir de los decretos que brotan desde el edificio de la Presidencia, en el Palacio Estévez, cuando se disponía de “Medidas Prontas de Seguridad”. Estas políticas de limitación de la libertad individual eran frecuente en el contexto de la guerrilla tupamara que buscaba desestabilizar al Gobierno, que vale reivindicarlo, era de nítido corte democrático. Por ese entonces nadie se hacía cargo de nada y el Gobierno aparecía solo en la lucha contra un mal sin rostro ni nombre.

Esto no era nuevo en el paisito: en su corta historia había antecedentes de medidas así en 1904 cuando la guerra civil, en 1919 y 1931, y hasta en marzo y septiembre de 1952 -en pleno gobierno colegiado- por la conflictividad sindical en varios sectores públicos y privados. La izquierda se ejercitaba en Parlamento denunciando un día tras otro, actos de corrupción. Los muros en las esquinas de las calles consignaban leyendas como: ”yanquee go home” bajo la firma de la 1001, la lista del Partido Comunista.

Medio siglo después, aquellas consignas furiosas de los tiempos violentos, parecen retornar dejando atrás la prudencia de la opinión republicana en un claro agravio para con la libertad. Romper el diálogo anticipa `estados del alma´ que serán difíciles de reconstruir. Ya sabemos los uruguayos qué sucedió cuando los políticos por no medir consecuencias desoyeron pedidos de comprensión y hasta de auxilio de parte del gobernante de turno. Quizá por su idiosincracia opositora, el Frente Amplio después del silencio autoimpuesto por la pandemia, vuelve a perfilarse con el mismo discurso de los años sesenta, acusando de corrupción al Gobierno bajo la complicidad de un sistema judicial que, con sus aciertos y errores, sirve de caja de resonancia para una política confrontativa. Convengamos que criticar a la Justicia por lo que hace o no hace, no es una afrenta a la República, sino simplemente a “ojo de buen cubero” lo que debemos tener claro son las consecuencias de las sentencias equivocadas que provocan daños que aunque reparables jamás podrán subsanar el mal de una comunicación radicalizada.

Pero una cosa es acusar a alguien de un delito, y otra es adjudicar intencionalidades sin probar absolutamente nada, alegando la exoneración de presuntas responsabilidades que puedan haber, a base de una moral en la que los Fiscales del Uruguay parecen incurrir una y otra vez sin una debida advertencia de que se trató de un dislate formal. Aunque la legalidad les indique que están equivocados ellos, los fiscales, tienen ese rol acusatorio que se empecina en ser alguien distinto, pero jamás juez y parte, sobre todo cuando lo mediático sobrepasa el mundillo de las querellas criminales.

Con razón o sin ella aquí en el Uruguay de 2021, una la fiscal que entendió en el caso de l llamada operación Océano (prostitución de menores que en realidad siempre involucró a mayores), se valió de escuchas telefónicas y de su criterio sobre las políticas de género, el poder dominante y el morbo, del mismo modo que hoy -otro fiscal- decide decir en una audiencia pública que un Ministro de Estado está libre de culpa y pena por hechos en los que no participó, abriendo paso a un debate cargado de denuncias sobre qué debió hecho ese Ministro como ciudadano común en caso de haberlo sido: es decir, si debió llamar a un Jefe de la Policía o al 911 para advertir sobre un riesgo o un delito.

Ni plata indebida en el bolsillo, ni privilegios en la atención policial, ni preferencias de algún otro tipo fueron la base de la crítica política, aunque bajo la consigna -igual que en 1968- pasó a ser de corrupción. Es por esto que la advertencia debe centrarse en los parlamentarios del Frente Amplio y su retorno a la arena política en contra de todo y a favor de nada, simplificando su discurso en el término “corrupción” como sinónimo de “discrecionalidad”.

Sobre estas cosas en su tesis final de Ciencias Políticas, Fitzgerald Cantero defendía en 2006 su título: “la oposición ha utilizado los mecanismos de democracia directa como forma de bloquear y desgastar al gobierno de turno, entablar alianzas con sectores de otros partidos y recoger mayores adhesiones electorales, sin reparar en las virtudes o defectos del producto político cuestionado”. Y agregaba en ese trabajo el politólogo que “estas instancias sirvieron para `bloquear y desgastar al gobierno de turno, entablar alianzas con sectores de otros partidos y recoger mayores adhesiones electorales´. Además -como también vimos- en el referéndum de abril de 1989, se anticiparon internas partidarias (como las del Batllismo), se fortalecieron sectores (como el Movimiento Nacional de Rocha, que capitalizó tener entre sus filas a Matilde Rodríguez de Gutiérrez Ruiz) y se fortaleció la izquierda en Montevideo (siete meses después obtendría la Intendencia Municipal) .”

Para Cantero “se demostró las ventajas que representa impulsar estos mecanismos, los hacen muy apetecibles para la oposición. La ciudadanía vota -en estas instancias- conforme la opinión de sus líderes y sobre todo contra las políticas de los gobiernos de turno. Observamos además que cuanto más cerca está la siguiente elección, mayor daño le causa al gobierno, y, por ende, mayor rédito electoral para quienes impugnan el producto político en cuestión.”

Hoy con la LUC en la mira vale lo que sostenía Cantero en 2006: “la utilización de «los mecanismos de democracia directa responde a intereses políticos específicos y no a intenciones ‘democratizadoras’, más allá de su éxito o no. Todo esto constituye a los mecanismos de democracia directa, sobre todo a los referéndums, con una estrategia primordial para la oposición política uruguaya. Queda evidenciado que estos recursos, son herramientas de suma importancia en el maletín de la oposición. La izquierda, en conjunto con los sindicatos, los utilizó ampliamente, beneficiándose de las ventajas que señalábamos. Los Partidos Tradicionales, por haber estado en el gobierno no los han usado.”

Finalmente, para cerrar este razonamiento de la complicidad del discurso opositor con la historia y la idiosincrasia, cabe que hagamos una breve referencia al libro “Violencia política en el Uruguay de los ´60”, de los politólogos Aldo Marchesi y Jaime Yaffé.

En 1964 Aldo Solari ya advertía que el margen de maniobra del Estado como articulador y reductor de la tensión social se podía ir debilitando como consecuencia del divorcio entre la estructura económica y la estructura social del Uruguay. En 1971 Germán Rama estudiaba a nivel micro como el club político empezaba a perder su persuasión y efectividad en su base electoral. El mismo año Real de Azúa (1988) advertía acerca de la inexistencia de una real  competencia electoral en la oferta de los partidos tradicionales durante toda la década del sesenta y planteaba que los Tupamaros y los movimientos sociales habían sido la única oposición real a un sistema de partidos que había obturado toda posibilidad de renovación o recambio.

En el campo de la cultura la crisis adquirió otro componente más vinculado a lo moral. Diferentes críticos mayoritariamente vinculados a la llamada “generación del 45” y sus seguidores plantearon una suerte de imagen decadente del Uruguay, y una incapacidad casi enfermiza de reconocer dicha crisis. La novela El Astillero de Juan Carlos Onetti (1961), dedicada al entonces ex-presidente colorado Luis Batlle Berres, tal vez sea la mejor expresión de dicha aproximación.

Pero el trabajo que seguramente haya logrado mayor difusión en esta línea fue `El país de la zcola de paja´ de Mario Benedetti (1960). En este ensayo costumbrista, sin pretensiones sociológicas o ideológicas, se describía a través de diversas experiencias y personajes la “crisis moral” que vivía el “colectivo nacional”. Personajes con características particulares tales como el empleado público, el político o el burócrata corruptos, el intelectual desapasionado, el pituco, el guarango, o el snob expresaban ejemplos de la crisis moral que tenía el país entre el ser y el parecer (Nuñez Artola 2004). Dicho libro fue uno de los principales best sellers de los primeros sesentas uruguayos. Su tono simple, llano y despolitizado, aseguró su llegada al ciudadano medio que se reconocía en dicha sensación de crisis moral. En la juventud esa sensación se vio reforzada por un conflicto generacional en ascenso, incrementado como consecuencia del estancamiento económico.”

En el marco de todas estas dimensiones de la crisis nacional se ambientaron situaciones que hoy no queremos repetir. Al decir de Aldo Solari (1964): “Políticamente, el Uruguay, es un país moderado. Ni los extremistas de derecha ni los de izquierda parecen conmoverlo realmente. No parecen ni siquiera conmover profundamente a sus propios adherentes, más allá de la profusa agitación verbal”.

Quizá por eso, todos, los políticos -opinando-, y los periodistas también -opinando-, deberían repasar aquel libro de Luciano Alvarez titulado: `Los héroes de las siete y media´. Esto, lejos de ser una crítica al periodismo es una defensa a la pluralidad de las ideas.

Un viejo jefe de la Redacción de un diario que ya no se edita, decía: “cuidado al titular porque la mentira muchas se parecerse mucho a una verdad”.

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