Editorial

El liberalismo político y la democracia

Dr. Enrique Tarigo El Día 30/12/1974

Es relativamente frecuente escuchar o leer frases como las siguientes: “no deben concederse derechos democráticos a quienes propugnen la abolición de la democracia”; “no debe haber libertad contra la libertad”.

Raymond Aron, en su magnífico “Ensayo sobre las libertades”, ha apuntado con toda claridad que afirmar que “no hay libertad para los enemigos de la libertad … constituye la justificación de todos los despotismos”.

¿Porqué tan grande contradicción? ¿Quiénes tienen razón? ¿Es prudente conceder la libertad a los enemigos de la libertad? ¿Y quien decide, de una vez para siempre, la calificación? ¿Y si quien asume la tarea de decidir, yerra, se equivoca o es injusto?

El nudo de la cuestión radica, a nuestro modo de ver, en el concepto que se sustente de la democracia.

Para quienes afirmamos que el liberalismo político, constituye la esencia de la democracia, el conflicto conceptual se supera mediante la síntesis armónica de ambos aspectos.

Para quienes admiten la permanencia de la democracia, pero declaran que el liberalismo político ha perimido ha perdido actualidad y vigencia, la solución aparece muy clara: no debe haber libertad para los enemigos de la democracia.

Raymond Aron, entre tantos otros, ha puesto en claro esta simbiosis entre liberalismo y democracia que hoy todavía hay necesidad y hay urgencia de reafirmar.

“Liberales, las democracias occidentales desean salvaguardar los derechos de las personas, dejar un margen a la acción espontánea de cada cual; se prohíben asimismo la ambición de edificar el orden social según un determinado plan y de someter al provenir a su voluntad”.

“Democráticos, los liberalismos occidentales reconocen en la voluntad del pueblo el principio de legitimidad y en las elecciones disputadas la aplicación de su principio”.

Dicho de otro modo: si se reduce la concepción de la democracia a una mera forma de gobierno –el gobierno del pueblo- la democracia puede concebirse de una manera tan dogmática como cualquier otra forma de gobierno.

El liberalismo, en cambio, que no constituye una forma de gobierno sino una filosofía, una concepción del hombre, del mundo y de la vida, comienza por afirmar la libertad como esencia del ser humano, y se preocupa especialmente por regular y por limitar el poder de coerción que sobre el hombre posee, irremediablemente, todo el gobierno, aún el gobierno democrático.

La tolerancia para con las ideas que no se comparten, para con las ideas que se rechazan y que se impugnan, para las ideas contra las cuales se lucha y se combate dialécticamente, aparece sí, según es fácil de advertir, como un carácter connatural al liberalismo político.

Esa actitud de tolerancia para con las ideas –no para con los actos, desde luego, cuando éstos lesionan el orden jurídico- es lo que sintetiza la frase de Voltaire que en esta misma página se recordara hace pocos días: “No estoy de acuerdo con nada de lo que usted dice, pero estoy dispuesto a dar mi sangre para que usted pueda seguir diciéndolo”.

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