Editorial

La judicialización de la política

César García Acosta

Con todo respeto opino que es un error de todos los partidos políticos en Uruguay, pretender que cada diferencia en la gestión de la “cosa” pública deba dirimirse o resolverse, mediante la acción de un juez o de un fiscal, que del Parlamento. Es así que la resolución de los asuntos políticos subroga el debate en el Parlamento con una sentencia judicial.  Y yendo más allá aún, adentrándonos en la cotidianeidad del proceso político, podemos observar, no sin preocupación, que aquellos que apelaron al voto para representar a la gente sean los primeros en buscar como su único soporte conceptual, lo que haga o deje de hacer un tribunal de cuentas, el que por otra parte, integrado casi siempre por políticos que conformaron las planchas electorales, buscan posicionarse como “Catón el censor” con el solo fin de que sus dictámenes –por cuestiones formales o de legalidad por un gasto o una compra- primen por sobre el objetivo político para el que fueron elegidos: cumplir con las promesas electorales. Y es así que sus decisiones prevalecen más que las que toma un presidente al que la gente votó de modo democrático y republicano.

Resulta evidente que por atribuir mayores facultades a un tribunal de cuentas no se van a corregir problemas formales o jurídicos. Hay que separar “la paja del trigo” y poder ver que en el fondo de las cosas ante lo que estamos es a un fenómeno tan viejo como el derecho: “la judicialización de la política”.

Sin entrar en esto último (que daría para cortar mucha tela), piensen dos cosas: una, que con más atribuciones que el contralor constitucional el tribunal de cuentas se transformaría en un censor de la gestión política.

De ser así los ministros de estos tribunales –de cuentas o judiciales- si es lo que se quiere, deberían someterse al voto popular y al tribunal imparcial de la opinión pública. Hagamos lo mismo que hacen otras democracias y votemos a magistrados, jueces y fiscales.

Si el tribunal de cuentas en el caso uruguayo es tan perfecto en sus críticas hacia la gestión como pretenden mostrarlo muchos parlamentarios que hacen gárgaras sosteniendo su legitimidad, ¿porque en su propia gestión –y a las del propio tribunal de cuentas, me refiero- le caben las mismas observaciones que al resto de la administración?

Hace unos días sobre estos asuntos del ministerio de turismo que vienen ventilándose en una comisión investigadora parlamentaria, que paradójicamente puso desde el vamos los antecedentes en mano de la Justicia-, motivó una opinión en un grupo de whatssap al que pertenezco del Dr. Amadeo Otatti, quien en forma magistral expresó del buen proceder “jurídico y político”, contando que cuando fue director de turismo, ante divergencias con el ministro de la época, renuncio a su cargo de director sin declaraciones ni estridencias. Aprendamos de estas actitudes y observemos que lo que hagamos hoy políticamente, mañana puede resultar “un tiro en el pie”.

Dicen los especialistas que la judicialización de la política en sentido lato constituye una tendencia de grandes alcances: sus límites espaciales tienden a coincidir con los del planeta y sus límites temporales, cuanto menos con los de la modernidad. Paolo Prodi establece las coordenadas de esta judicialización en una reacción hipercodificadora de los Estados ante la globalización de los siglos XX y XXI (Prodi, 2008:12–13). Carl Schmitt pudo advertir este intento de captura de la política por el derecho ya en las elaboraciones del positivismo liberal de los siglos XIX y XX (Schmitt, 2001:30–42). Por su parte, Michel Foucault remontó la estrategia de judicialización al discurso político de los siglos XVII y XVIII (Foucault, 1997:85–95). De entregarnos a esta pendiente de regresión temporal, podemos indicar sin mayor esfuerzo que los rudimentos de esta judicialización están ya presentes en la erección platónica de la ley como monarca o déspota de los gobernantes (Gorgias, 484b; Leyes, 715d).

Y para la ciencia “la alusión a las «prácticas políticas» debe entenderse en el sentido corriente de las actividades regulares de la política, esto es, las actividades pertenecientes a la esfera o sistema político, como la vida partidaria, la competencia electoral, el debate público, la legislación y el gobierno. «Forma tribunal» debe entenderse aquí en términos de la técnica o dispositivo que erige a un juez, como autoridad neutral que dice el derecho, por sobre dos partes en disputa (Foucault, 1992:49). Por último, la noción de «efecto estratégico» subraya que la judicialización es producto del enjambramiento de una multiplicidad de tácticas políticas deliberadas y conscientes; tácticas heterogéneas y muchas veces antagónicas, de cuyo concurso emerge una configuración estratégica general de la política en términos judiciales. En suma, la judicialización de la política es el nombre con que se alude al fenómeno en virtud del cual diversas prácticas políticas asumen la forma tribunal. Un correlato evidente de esta expansión de la forma tribunal sobre las prácticas políticas es la expansión del saber jurídico sobre incumbencias del saber político. No debería sorprender que la literatura dedicada a reseñar el tema de la judicialización de la política surja en su gran mayoría del seno de la teoría y la ciencia del derecho.”

Con el término judicialización se alude entonces al fenómeno general en virtud del cual prácticas sociales del más variado tipo asumen la forma tribunal. Es decir, “que conflictos que normalmente se resolvían siguiendo pautas dictadas por la costumbre, la confianza o la deferencia son progresivamente conducidos a instancias judiciales para su resolución.” En términos tan simples como sumarios, la judicialización consiste en el pasaje de lo normal a la norma, esto es, de las pautas consuetudinarias de resolución de conflictos sociales a pautas normativizadas y judiciables.

Si el sistema político –como ocurre con la oposición y el oficialismo- sigue centrando sus estrategias en estos conceptos, en poco tiempo importará poco el valor de la promesa electoral, del elector y del electorado.

Si el ANTEL ARENA fue un desborde no debería ser más importante que la obra edilicio que lo conforma, tanto como si el rescate de empresas literalmente fundidas y sostenidas únicamente con los aportes del Estado, deben ser nada más objeto de indagatorias por estafa sin que se haga un solo gesto sobre las muertes laborales que su fracaso constituyó. Y me refiero a cosas concretas, me refiero a ALUR, a PLUNA, al MIDES y a cada uno de los fracasos de la política que para el siglo XXI pasan a ser fracasos de lo parajudicial como si eso importara mucho en las alegrías y las miserias de la vida de quienes hoy son simplemente receptores de estos mensajes tan complejos como contradictorios.

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