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La lengua que también escucha


Luis Marcelo Pérez

En un país que se precia de defender los derechos humanos, la comunicación no puede seguir siendo un privilegio. No basta con hablar de inclusión si seguimos dejando a miles de personas fuera del diálogo social, educativo y político por no garantizar condiciones básicas de accesibilidad comunicacional. Hoy, a más de dos décadas de la promulgación de la Ley N.º 17.378 que reconoció oficialmente la Lengua de Señas Uruguaya (LSU), tenemos la obligación moral, legal y ciudadana de avanzar.

Esa ley, sancionada en 2001, fue un hito en la historia de los derechos de las personas sordas en Uruguay. Reconoció por primera vez la LSU como la lengua natural de las personas sordas, una decisión que no fue solo lingüística, sino profundamente política y cultural, donde implicó reconocer una comunidad, una identidad y una forma de habitar el mundo. Pero también dejó áreas grises. Hoy, la realidad en nuestro país nos interpela desde otros frentes que nos ocupa, como el envejecimiento poblacional, la pérdida auditiva progresiva, las nuevas tecnologías y la demanda de una ciudadanía que quiere —y necesita— ser escuchada.

Modificar y ampliar aquella ley es un acto de justicia histórica. No se trata solo de una corrección técnica ni de una actualización normativa. Se trata de un cambio de paradigma: entender que la accesibilidad comunicacional es tan importante como la accesibilidad arquitectónica, que el derecho a comprender y ser comprendido no es menos urgente que cualquier otro derecho social.

Sociológicamente, vivimos aún en una cultura profundamente oralista y capacitista. A pesar de los avances, persiste la idea de que la lengua de señas es “una adaptación”, y no una lengua plena, con gramática, cultura y legitimidad propia. Al mismo tiempo, invisibilizamos a miles de personas mayores que, al perder audición, quedan marginadas del mundo sonoro y de la comunicación tradicional. Porque ese silenciamiento no es solo acústico.

Desde una mirada filosófica, podríamos decir que no hay ciudadanía plena sin lenguaje. No se puede ejercer el derecho a la salud, a la educación o a la justicia si no se comprende lo que se dice ni se puede responder. La democracia no solo se juega en las urnas, sino también en las palabras compartidas, en los gestos que se entienden, en los espacios donde todos pueden decir “aquí estoy”.

La propuesta legislativa que hoy presento en esta tribuna, ya se encuentra en la Comisión de Derechos Humanos de nuestro parlamento nacional para su análisis y consideración. Busca avanzar un paso más, ampliando el campo de reconocimiento, ya no solo para las personas sordas usuarias de la LSU, sino también para hipoacúsicos y personas con pérdida auditiva adquirida, sin importar su edad. Promueve tecnologías asistidas, subtitulado, ajustes razonables y la presencia de intérpretes en espacios esenciales del Estado. Y, quizás lo más valioso, propone formación y sensibilización; porque no alcanza con cambiar leyes si no cambiamos mentalidades.

Se trata de equidad. De entender que la comunicación no es un lujo, sino un derecho estructural. De construir una sociedad que no solo habla, sino que también escucha con respeto, empatía y compromiso. Una sociedad donde cada gesto importa, donde cada palabra —hablada, escrita o señalada— tiene un lugar legítimo en el espacio público.

Avanzar en este sentido no es solo una obligación del Estado. Es un llamado a la ciudadanía consciente, a los medios de comunicación, a los educadores y a quienes diseñan políticas públicas. Es, en última instancia, una forma de preguntarnos quiénes somos y qué tan dispuestos estamos a convivir con la diferencia.

Porque la lengua de señas no es solo una lengua para sordos. Es la lengua que también escucha.

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