La política judicializada
César García Acosta
El «affaire» del pasaporte del narcotraficante Marset, tramitado en forma sospechosamente diligente, casi «express», al decir de los más críticos, ensancha la brecha entre las coaliciones políticamente dominantes de la república. De hecho, esta fisura, es justo decirlo, resiente el «affectio societatis» tan necesario para la cohabitación política en el gobierno. Sin embargo, al tiempo en que estos dislates ocurrían, y como paradoja del destino, el desenlace derivó en la caída de varias jerarquías ministeriales, todos políticamente incorrectos, quienes además de manifiestamente inconvenientes para ser protagonistas en el tramo final del gobierno, no pudieron justificar su acción de desprecio institucional, hayan incurrido o no en delito, por manipular pruebas o al menos ponerlas en un cernidor imaginario, para poder tamizarlas como lo hicieron al reconocer el ocultamiento de los whatssap de la discordia. Que Bustillo acomodaba su perfil, es un hecho. Sin dudarlo confraternizaba en el quincho de «Varela» con José Mujica, y en Carrasco con la familia Lacalle. Su actitud prueba fehacientemente su postura maniquea. Otros actores de esta contienda fueron: Guillermo Maciel, un viceministro sólo afín a sus intereses personales en quien la ideología no tuvo cabida, quien pasó de colorado a herrerista en un instante. El otro partícipe necesario de esta historia fue Roberto Lafluf, asesor en comunicaciones y estrategia que erró precisamente en la estrategia, dejando comprometido justo a quien debía defender (al presidente), destruyendo documentos y construyendo historias que lo dejarán muy mal parado cuando comparezca ante la Justicia. Todos, incluida la exvicecanciller Carolina Ache, tramaron una historia y un relato tan mal contado que sólo dejó en evidencia a una jauría apostando en un juego de naipes, todo lo cual ahora deberá dirimirse en la Justicia. La política judicializada es como «El sueño de los perdedores», que tan bien describe en su libro el sociólogo argentino Fernando Osvaldo Esteban. Por este descenlace esta es una historia que, lejos de terminar, recién empieza.
Lo cierto es que el presidente Lacalle sigue gozando de su buena impronta de comunicador; utilizando la verdad desnuda como estrategia, enfrenta lo irremediable para revertirlo lo más rápido posible. Pero la verdad, como como componente central en este debate, lo obligó a revelar que a la tan mentada reunión en el piso 11 del edificio de Presidencia, entre Carolina Ache, Guillermo Maciel y Roberto Lafluf, viceministros de Relaciones Exteriores y de Interior y su asesor presidencial, había existido -por su orden-, para crear una estrategia que explicara lo inexplicable. Pero como si esto fuera poco, Lacalle confirmó que fue él quien concibió aquella reunión, la que hasta la presenció por apenas unos instantes.
Lo demás, todo lo demás –lejos de ser poca cosa a la hora de las valoraciones- es institucionalmente muchísimo si quien lo afirma es el presidente. Esto revela desconsuelos y pone en evidencia lo mal elegidos que fueron Bustillo, Ache, Maciel y Lafluf cuando se los eligió para sus cargos públicos. Con personajes tan poco sutiles haciendo política, hasta las buenas cosas caen en saco roto.
Resulta increíble que el propio Lacalle haya visto en la futura acción de la Justicia el lugar adecuado para resolver esta querella, que tiene más de «dimes y diretes» que de corrupción. Como decía tan magistralmente el ex fiscal argentino Luis Moreno Ocampo, «la corrupción se representa en la ecuación que conjuga la discrecionalidad, más el poder, menos la transparencia-» [C=D+P-T].
Desde ahora la nueva costumbre uruguaya de pasar el fardo a los jueces y fiscales parece una actitud de consenso. Al decir de Fernando Osvaldo Esteban, en su libro «El sueño de los perdedores», los unos y los otros, los republicanos y los frentistas, asumen «El nuevo protagonismo judicial […] que se traduce en un enfrentamiento con la clase política y con otros órganos de poder soberano, en especial con el poder ejecutivo. Y por esto […] ahora se habla de la judicialización de los conflictos políticos, que si bien es cierto que en el origen del Estado moderno el sector judicial es un poder político –órgano de soberanía–, sin embargo sólo se asume públicamente como poder político en la medida en que interfiere con otros poderes políticos. O sea, la política judicial, que es una característica matricial del Estado moderno, sólo se afirma como política del sector judicial cuando se enfrenta en su terreno con otras fuentes de poder político. De ahí que la judicialización de los conflictos políticos no pueda dejar de traducirse en la politización del sistema judicial.»
Todo este conflicto abona a que el pase de estos hechos a la Justicia, «lejos de limitarse a ser una herramienta utilizada premeditada e intencionalmente para dirimir las disputas políticas en el terreno de los tribunales, es un fenómeno polifacético con múltiples implicancias sociológicas. En otras palabras, no sólo alude a la existencia de relaciones ilegítimas e intereses espurios al interior de los poderes judiciales –como demuestra la noción de lawfare–, sino que incide en el funcionamiento de las sociedades actuales de manera más transversal: modifica los marcos de acción colectiva, trastoca los modos en que se implementan políticas e incluso –como veremos más adelante– altera las formas sociales de percepción de los problemas. (Fernando Osvaldo Esteban)».
Al tiempo que esto acontece los uruguayos nos enfrentaremos al menos de dos plebiscitos: uno por la seguridad social, y el otro por el endeudamiento por los créditos al consumo, además de tres instancias electorales (internas, legislativas y presidenciales), disminuidos por una comarca envuelta en la incertidumbre y un mundo en guerra.
Sin importar este contexto, el presidente al menos con sinceridad dio sus explicaciones. Lo que quedará en el «debe de la política» es la necesaria mesa chica que debió oficiar de centro de negociaciones para una coalición que sigue estancada en el «pico a pico» presidencial.
Más allá de esto sinsabores, la crisis institucional terminó ante de empezar: hay Gobierno y hay Presidente.