Historia

¿Las naciones se suicidan…?

El caso argentino

Jorge Nelson Chagas

Un buen amigo porteño – historiador de profesión –  se comunicó telefónicamente conmigo hace unos días y me transmitió su desosiego ante la situación de su país.  Se acercan las elecciones y está íntimamente convencido que ninguna de las opciones partidarias tiene la capacidad de sacar a Argentina de la profunda crisis en que está sumergida. “Ustedes tuvieron a Batlle y Ordoñez, nosotros a Perón”, me dijo con amargura (y sospecho que con algo de envidia).

Esta frase me hizo pensar. Por cierto, mi amigo es liberal. Nunca tuvo alguna simpatía por el peronismo y considera que ahí está el origen de todos los males pasados y actuales. Esta creencia no es aislada. El populismo como fuente de la bancarrota y la decadencia nacional.  De hecho, en 1895 Argentina tenía el PIB más alto del mundo y durante los primeros años del siglo XX fue de los países más ricos y desarrollados.  Su destino manifiesto parecía ser convertirse en una potencia a nivel mundial. Pero…  ¿qué pasó?, ¿llegó Juan Domingo Perón y Argentina comenzó a deslizarse por un tobogán hasta llegar a este oscuro presente…?

Tengo mucho respeto por mi amigo y comprendo su dolor. Es como si sobre Argentina pesara una maldición bíblica. Sin embargo, es evidente que no hay nada sobrenatural en los padecimientos de la nación hermana, sino que obedece a factores humanos.

Aun así, ¿es Perón el culpable?.

Tal vez sea pertinente reformular esa pregunta y decir: ¿por qué surgió Perón en Argentina?  O bien, ¿por qué el populismo echó raíces – y muy sólidas raíces – en la Argentina?

Vayamos a la historia. El proceso de consolidación del Estado argentino fue largo y muy duro. Cuando en 1880 asumió, por primera vez, la presidencia el general Julio Roca, se había cumplido una parte importe del mismo, aunque quedaba bastante por completarlo. Lo primero fue asegurar la paz y el orden, y el control efectivo del territorio. Desde 1810 las guerras civiles habían sido casi endémicas y los poderes provinciales luchaban entre sí y contra Buenos Aires. Desde 1862 el Estado argentino, lentamente, logró subordinar a las fuerzas que desafiaban su poder, asegurando al Ejército nacional el monopolio de la violencia. La provincia de  Entre Ríos fue la gran rival de Buenos Aires en la conformación del Estado y, más tarde, la propia provincia porteña- cuya rebelión (los rifleros al mando de Carlos Tejedor) fue derrotada en 1880 – que debió aceptar la transformación de Buenos Aires en la Capital Federal.

Los pueblos originarios irremediablemente sufrieron el avance del progreso. El Estado argentino logró afirmar su poder sobre los vastos territorios controlados por los indígenas. En 1879- año de la Conquista del Desierto – aseguró la frontera sur, arrinconando a las tribus  en el contrafuerte andino y hacia 1911 se complementó la ocupación de los territorios  de la frontera nordeste.  Lo cierto es que desde 1880 se consolidó un poder presidencial fuerte (la Constitución de 1853 como base jurídica), delineándose el sistema judicial, fiscal y administrativo.

El objetivo del Estado argentino fue insertar a la nación en el circuito capitalista internacional, asociándose estrechamente con Gran Bretaña. Entre 1880 y 1913 el capital británico creció casi veinte veces. A los rubros tradicionales (comercio, bancos, préstamos al Estado) se le sumaron los préstamos hipotecarios sobre tierras, inversiones, en empresas públicas de servicios, (tranvías y aguas corrientes), y sobre todo, ferrocarriles.

Parecido a Uruguay ¿no…? Sí, aunque en una escala muchísimo mayor. Obviamente, esta formidable expansión requirió abundante mano de obra, que le fue dada por la inmigración.

Y este fue un aspecto clave.

Las edades del tiempo

A partir de 1880 las cantidades de emigrantes que arribaron a Argentina crecieron abruptamente. Este fenómeno estaba estimulado por un fuerte crecimiento demográfico, la crisis de las economías agrarias tradicionales, la búsqueda de empleos y el abaratamiento de los transportes marítimos gracias a los barcos construidos con acero. Por otro lado, Argentina modificó su política inmigratoria, anteriormente cauta y selectiva. Por medio de la propaganda y subsidio de pasajes, se facilitó el ingreso al país de miles y miles de europeos (provenientes de España e Italia, principalmente).

Por cierto, la demanda de mano de obra fue vital para que funcionaran estos incentivos estatales. Los inmigrantes se concretaron en las ciudades y sus brazos fueron los ejecutores de las obras públicas y de remodelación urbana. Luego, se volcaron a la agricultura. Entre 1880 y 1890 los llegados superaron un millón de personas. En este período de tiempo la sociedad argentina sufrió cambios profundos y duraderos en su composición. Obviamente, los que llegaban estaban en flor de su vida, con todas sus energías dispuestas al trabajo, sacrificio y ahorro, y en edad de procrear.

Es correcto que en este tiempo histórico – que Javier Milei siempre ensalza como una edad dorada del liberalismo – la economía tuvo un fuerte dinamismo y  tasas de crecimiento sostenido. Pero… ( y este uno de los “peros”) el Estado, no fue prescindente. Todo lo contrario. Además de tener políticas activas de fomento de la inmigración, creó las condiciones para el desenvolvimiento de los empresarios privados. Particularmente las inversiones extranjeras fueron gestionadas y promovidas con amplías garantías. El Estado argentino asumió el riesgo de los emprendimientos menos atractivos para luego transferirlos a los privados cuando el éxito estaba asegurado. El gobierno percibió el potencial de la naciente industria y aprobó un conjunto de leyes para favorecerla. Al mismo tiempo, fomentó la depreciación de la moneda para favorecer a los exportadores y a través de los bancos estatales se manejó el crédito con mucha liberalidad. Además con la “Conquista del Desierto” grandes superficies de tierra, aptas para la explotación ganadera y lanar,   fueron transferidas por el Estado a los particulares. Esto consolidó una clase terrateniente poderosa. 

Por otra parte, las autoridades fueron conscientes que se debía regular aquella sociedad aluvional, donde Buenos Aires era llamada la Nueva Babel. Las leyes de registro civil y de matrimonio civil, impusieron la presencia del Estado en los actos más importante en la vida de los hombres y mujeres: nacimiento, casamiento y muerte. También legisló sobre la higiene, el trabajo e impuso el servicio militar obligatorio (la famosa colimba). Esto último fue un formidable instrumento de igualación ciudadana, donde todos los que llegaban a la mayoría de edad, eran disciplinados y por así decirlo, argentinizados. Los hijos de los inmigrantes al terminar la colimba se sentían integrantes de una comunidad homogénea.  La otra herramienta fue, sin duda alguna, la enseñanza laica, gratuita y obligatoria.

Como se observa, suponer o afirmar que la prosperidad de aquellos años en la Argentina fue porque el Estado se mantuvo ausente es, por lo menos, bastante discutible si nos atenemos a los datos históricos puros y duros.

Al margen de ello, hay un aspecto – entre tantos otros – que debe ser tenido en cuenta para ayudar a comprender la cuestión argentina: el sistema político y la clase política.

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