Mi lámpara
Washington Abdala
Estoy mirando una lámpara de mi abuelo que estaba en su consultorio. Era médico. Un médico de otra época, de esos que leían Dostoyevsky, Florencio Sánchez, García Lorca y lo que se le pusiera adelante.
La lámpara me retrotrae a los cumpleaños familiares donde toda la familia, previo al pasaje al comedor, andaba por el escritorio de mi abuelo y su biblioteca. Yo tenía la sensación, era un niño de seis años, que toda esa gente invadía mi terreno y la lámpara de una opalina clarita, con un paisaje nevado de algún lugar del mundo que no conoceré, era mi testigo de semejante vejación.
Esa lámpara siempre me sedujo por su prestancia, algo así como un obelisco en medio de un escritorio austero y una biblioteca llena de libros. Por allí andaba mi tía Iris, la más chica de mis tías, y la más enérgica, otra médica que sentía –creo yo- que era una continuidad de mi abuelo. Supongo que mi madre y sus otras hermanas también sienten lo mismo (ellas están por acá, por suerte, ya grandes) pero mi tía Iris, vaya uno a saber, se fue demasiado rápido. La lámpara me la recuerda también, me recuerda todo el tiempo, por eso no la observo con intensidad obsesiva.
La lámpara me hace acordar a los minutos previos a los buenos momentos, luego tengo borrados esos momentos que se suponía eran la felicidad, por eso construí mi teoría que la felicidad es una expectativa, es un creer que algo lindo va a suceder y si sucede, ese era el plan, punto, fue lo que tenía que ser. O sea la felicidad es lo que creemos sucederá, luego, cuando sucede ya no vale tanto. El deseo pudo más. ¿Me explico?
La vida es la lámpara que tengo ahora a mi lado, que me mira y la miro, ya no es una cosa inanimada, es un testigo de tantas cosas que nos han pasado y ella impertérrita, firme, enhiesta, sólida, todo lo que yo he pasado a lo largo de la vida cuando los golpes me han sacado pedazos del alma ella lo vio todo. Lo vio y quizás lo entendió, no lo sé.
La lámpara quizás sufra pero no me lo dice. No sé cómo hacer para saber si a ella le duelen las cosas. Ahora mismo la estoy mirando y siento que sabe cosas y no me las cuenta, solo ilumina mis papeles, que son solo eso, papeles de la nada, de la vida diaria, de obligaciones y punto. La lámpara vio crecer a mis hijos, como vio crecer a los hijos de mis abuelos y ojalá siga algún ciclo que a ella le guste. La pobre siempre ha seguido el destino de los demás. Al fin y al cabo no sé si me quiere iluminar a mí, o querría estar apagada en paz, descansando en el cuartito del fondo, donde duermen las cosas que sentenciamos que pasen al olvido.
De veras no querría que pasara a cuarteles de invierno, la observo nuevamente y me parece que no quiere salir de la cancha, que quiere estar rindiendo honores a la electricidad que transita por ella y a la lamparita que la ayuda a resplandecer. Me parece que mi lámpara y yo moriremos juntos.