Mujica, hombre y mito
Julio María Sanguinetti
Mis dos abuelos estuvieron, uno en cada bando, en la batalla de Tupambaé, el 22 y 23 de junio de 1904. Fue la más sangrienta de aquella revolución. En aquel entonces ninguno tenía idea del otro. La vida siguió y tuve la suerte de conocerlos y disfrutar de su presencia. Ninguno quería hablar de la guerra, especialmente mi abuelo Sanguinetti, que venía desde 1897 en la pelea y siguió su vida como militar. A lo sumo, alguna narración gratificante sobre la condición humana.
Cuando la “Toma de Pando”, el 8 de octubre de 1969, donde hubo cinco muertos, el secuestro de Pereira Reverbel o el trágico 14 de abril, por ahí andaba Mujica, mientras yo era ministro de los gobiernos constitucionales de la época. Eran nuestros “enemigos” y si no estábamos en las armas, sí lo estábamos, con enorme pasión y convicción, tratando de explicar que esa guerrilla nos arrastraba a un desastre, como al final ocurrió. Por entonces, por supuesto, no nos conocíamos. Así es la vida…
Como aquellos abuelos viejos, que en la época de los fusiles nada los vinculaba, en los últimos años con Mujica nos reconocimos. Fue para ayudar a que el país mantenga la discusión política en el terreno respetuoso de la vida republicana. Tampoco entre nosotros hablábamos de los balazos, la sangre o las medidas de seguridad y el estado de guerra. Alguna gente le reprochaba a él ese acercamiento, porque le veían claudicando de su vieja historia guerrillera. A nuestra vez, reconozco que no pocos me han hecho sentir su discrepancia por “andar con ese viejo tupamaro que tanto daño hizo”. A todos les hemos respondido igual: la paz no se hace con los propios sino con los enemigos. Y si esa paz se hace de buena fe, el respeto hasta puede parecerse mucho a la amistad.
Fue en lo personal una etapa interesante. Con Mujica, nos fuimos juntos del Senado, para dar ese mensaje. Hicimos un libro de diálogos con Gabriel Pereyra y Alejandro Ferreiro. Hasta fuimos a Buenos Aires a presentarlo, mirados por el público porteño como una suerte de extraños dinosaurios, especie desconocida en ese país eternamente confrontado. La última gran instancia fue el 27 de marzo, cuando celebramos en la Casa del Partido Colorado los 40 años del retorno democrático, con la participación del presidente Orsi y los cuatro expresidentes. Al primero que llamé fue a él, por las dudas sobre su salud, ya cercana al final. Nos dijo espontáneamente: “Don Julio, dígame el día y la hora que voy con mucho gusto”. Y allí fue, proclamó una vez más que era blanco, pero hasta Batlle y Ordóñez, en quien reconocía algo tan grande como Artigas y que estaba allí para rendirle homenaje. Le contestó con bonhomía a una señora que aludió a los militares presos, condenados sin pruebas que los incriminen. Personalmente espero que quienes hablan de su legado también reconozcan que en ese terreno él quería por lo menos aliviar las condiciones de prisión de esa gente.
Más allá de esta relación, la mirada serena nos habla de un Mujica real y un mito universal que se reveló en esas horas en toda su dimensión. El primero, luego de su pasado de guerrillero y sus años de prisión, llevó adelante una vida política que comenzó en 1995 con una banca de diputado a la que llegó en motoneta y con pantalones vaqueros. A la resonante extravagancia, le añadió un lenguaje en que asomaba el lunfardo y a la vez una agudeza particular que sintonizaba con el sentimiento de un uruguayo promedio no fácil de definir. (Esto no se veía claro entonces, tomado muchas veces a la chacota). Cuando el Frente Amplio llega al gobierno por vez primera, con el Dr. Tabaré Vázquez en la presidencia, le designa ministro de Ganadería, pese a no compartir su estilo. Tanto que, al intentar postularse para la candidatura presidencial, el presidente prefirió apoyar a su viejo rival, el contador Danilo Astori.
La presidencia de Mujica fue más imagen que realidad. Pese a la gran bonanza de precios internacionales, la mayoría de sus grandes proyectos de desarrollo fueron fracasos, pero ya los hechos no tenían importancia. El “presidente más pobre del mundo” estaba más allá de números y logros. En la Argentina se vivía la época peor del Kirchnerismo, con las carteras Vuitton de la Doctora y, naturalmente, todos los medios opositores exaltaban la comparación con el austero presidente uruguayo, viviendo en su modesta chacra, con su esposa Lucía y su perra Manuela, que había perdido una pata. La motoneta y el viejo Fusca, su tractor, el cultivo de flores… Así fue creciendo el mito, despegado de los hechos y las ideas. Su discurso no caminaba por la ideología. Tanto que elogiaba a Adam Smith, el patriarca del liberalismo filosófico y poco invocaba a Marx o a Mao, pese a que a ellos se le atribuía la inspiración de la guerrilla que había integrado. Abjuraba del consumismo tanto como del comunismo y nunca fue demasiado afín a los sindicatos, especialmente a los de la educación, a los que apostrofaba.
Mujica fue un blanco “que se fue a las cuchillas”, como se decía en su tiempo a quienes dejaban sus familias para sumarse a las huestes saravistas que enfrentaban el poder del Estado. Rebeldía blanca histórica. Y desde esa plataforma, si se quiere anacrónica, se expandió un fenómeno de comunicación universal. A sus frases, de entonación popular, se las vio como una filosofía humanística, comprensible para ese ciudadano de nuestro tiempo, desconcertado ante la avalancha de los cambios.
Los mitos son los mitos. Fidel Castro hoy, es uno más para los jóvenes de hoy. El Che, en cambio, es la imagen de la revolución. El icono incuestionable. Analizar a Mujica como gobernante, no llevará lejos a quienes lo intenten. Nada más fascinante, sin embargo, que pesquisar las misteriosas claves de la construcción espontánea de ese ícono de la austeridad, de la pobreza, de la fraternidad… una especie de Gandhi que enarboló y colgó la metralleta.
Como ya va dicho, fuimos enemigos, luego adversarios políticos y finalmente colegas amistosos.
Lo vivimos, lo sentimos, como el mejor final.