Política nacional

Pepe Mujica: el último idealista que demostró, sin querer, los límites del socialismo

Pablo Caffarelli

Murió José “Pepe” Mujica. Y con él, quizás, la última encarnación viva del idealismo político en estado puro. No se trata solo de un expresidente más, sino de un símbolo. Un hombre que caminó descalzo por los salones del poder, que habló con la misma naturalidad de Marx que de la muerte, y que devolvió a la política algo de esa mística perdida. Pero también murió con él una de las grandes contradicciones del progresismo latinoamericano: la distancia abismal entre los ideales y los resultados.

Nadie discute la honestidad personal de Mujica. Fue austero hasta el final. Donó buena parte de su sueldo, vivió en su chacra sin guardias, y convirtió un escarabajo oxidado en ícono de humildad. Lo que muchos olvidan —o evitan señalar— es que ese gesto no fue replicado ni por uno solo de sus compañeros de gobierno. Ni ministros, ni senadores, ni subsecretarios se plegaron a su propuesta de donar parte del salario o vivir con menos. Y Mujica lo dijo sin rodeos: “Nadie vino a decirme ‘yo pongo’”.

Eso es, en esencia, el problema de fondo. Mujica predicaba una ética del sacrificio, una moral de vida simple para construir una sociedad más justa. Pero cuando tuvo la oportunidad de transformar esos valores en política pública, los resultados fueron todo lo contrario a lo esperado.

Durante su mandato (2010-2015), Uruguay disfrutó de una bonanza económica excepcional. Los precios internacionales de la soja, la carne y la celulosa estaban por las nubes. Fue una época de oro para exportadores, con condiciones comerciales más que favorables. Era el momento ideal para pensar en grande, invertir con visión de futuro y fortalecer las bases de un país productivo y moderno.

Pero el gobierno de Mujica dilapidó buena parte de ese impulso. Aumentó el gasto sin control, alimentó una burocracia obesa, y destinó recursos a proyectos cuya eficiencia aún hoy es cuestionable. Danilo Astori, su propio vicepresidente, fue crítico en más de una oportunidad, alertando sobre la falta de planificación y la debilidad fiscal que comenzaba a incubarse. Incluso Tabaré Vázquez, su sucesor en la presidencia y correligionario, tomó distancia de varios enfoques del modelo económico impulsado por Mujica alegando que recibió el país en el año 2015 peor que a fin del gobierno de Batlle en 2005 (que atravesó la dura crisis económica del 2002).

El socialismo de Mujica, con buenas intenciones, pero sin herramientas, terminó dejando más preguntas que respuestas. Y no es un caso aislado. A nivel internacional, los modelos socialistas han demostrado, una y otra vez, su incapacidad de sostenerse sin autoritarismo, déficits crónicos o crisis institucionales. Ni Cuba, ni Venezuela, ni Nicaragua —para citar los ejemplos más cercanos— han logrado resolver las tensiones entre justicia social y eficiencia económica. Mujica lo supo, y por eso moderó sus posturas originales comunistas. Pero aún su socialismo reformado falló en lo esencial: transformar el ideal en una gestión eficaz.

Hoy, su partido enfrenta un dilema. ¿Quién heredará su legado? ¿Quién será capaz de vivir como predica, como él lo hizo, pero también de gobernar con resultados? La reciente compra de una estancia millonaria por parte del senador Alejandro “Pacha” Sánchez, bajo la excusa de homenajear a Mujica con una “donación a los trabajadores rurales”, parece ir en dirección contraria. El campo en cuestión —lujoso, costoso, simbólicamente cargado— tiene más aroma a marketing político que a reforma agraria. Muy lejos del “vivir con lo justo” que pregonaba Pepe.

Mujica muere fiel a sí mismo, con convicciones firmes y una vida coherente. Pero su paso por el poder demostró que el socialismo, incluso en sus versiones más humanas y desideologizadas, tropieza una y otra vez con los límites de la realidad. Un sistema de ideas que no encuentra eco ni en sus propios militantes cuando llega la hora de poner el cuerpo —o el bolsillo.

Quizás por eso su figura, más que un faro político, deba ser un recordatorio. De que no alcanza con vivir como se piensa, sino que también hay que saber gobernar como se sueña. Y que entre la utopía y el resultado hay una brecha que, en el caso de Mujica, terminó más cerca de la decepción que de la revolución.

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